image_pdfimage_print

Por: P. Pedro Pablo Zamora Andrade, C.Ss.R.

INTRODUCCIÓN

El Señor de los Milagros de Buga es el mismo Señor Jesús crucificado. Con algunos rasgos particulares (el color de la imagen, por ejemplo) o la leyenda etiológica que acompaña sus orígenes. Aunque existan en otros países historias de imágenes que fueron encontradas en los ríos (Aparecida, por ejemplo) o que tuvieron a los pobres como protagonistas, la imagen del Señor de los Milagros de Buga tiene su propio atractivo.

En el presente artículo quiero reflexionar sobre algunos elementos que, según mi parecer, son basilares en la vida cristiana. Todos ellos están interrelacionados de alguna manera. Por ejemplo: la fe en el Señor de los Milagros implica su seguimiento y el proseguimiento de su causa o proyecto (reino o reinado de Dios), y la Iglesia como mediadora privilegiada (no única) de ese proyecto. Sobre cada uno de ellos haré una breve aproximación y, a lo largo de la reflexión, trataré de relacionarlos.  

  1. La fe en el Señor de los Milagros de Buga

Comencemos diciendo lo siguiente: la «fe», antes de ser un fenómeno religioso, es un fenómeno antropológico.[1] El ser humano es esencialmente un ser «creyente», aunque esta constatación le incomode a la moderna razón crítica. Gran parte de su aprendizaje lo realiza creyendo. Y muchas de sus seguridades se basan más en la fe que en los propios conocimientos científicos o en las evidencias objetivas. Si eliminara de sus archivos todo lo que ha aprendido creyendo a otras personas o todas las supuestas seguridades científicas que tienen como base la confianza en médicos, ingenieros, físicos químicos, biólogos, filósofos o teólogos, el hombre y la mujer contemporáneos se quedarían con un caudal muy exiguo de conocimientos.

Así mismo, el término «fe» es polisémico, es decir, tiene varios significados que proceden de contextos distintos. Lo ideal es integrarlos porque su separación o su acento unilateral nos impedirán una aproximación satisfactoria al asunto. A continuación, desarrollaremos brevemente los significados más importantes del término «fe» o del verbo «creer».

-La fe como consecuencia de una experiencia existencial de Dios o de Jesús resucitado. Los místicos y los fundadores de las grandes religiones nos hablan siempre de una experiencia de Dios al inicio de su conversión y de su obra. Estas experiencias son presentadas como únicas, reducidas a un grupo de selectos y base del testimonio. Abrahán o Moisés tuvieron una experiencia existencial de Dios; los apóstoles, Pablo, Agustín o Francisco se encontraron con Jesús resucitado. Este encuentro cambió sus vidas y los convirtió en testigos privilegiados.

Algunos de ellos estaban en la búsqueda de Dios; una búsqueda constante, permanente, casi obsesiva. Tal fue el caso de san Pablo, de san Agustín, de santa Teresa de Ávila, de san Juan de la Cruz, etc. Otros, en cambio, no estaban en esa búsqueda. Andaban sumergidos en sus asuntos o en sus objetivos personales y, sin embargo, Dios los favoreció con una experiencia de Él. En esta lista podemos ubicar a san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, etc.

-La fe como una actitud de confianza del ser humano en Dios o en Jesús. Esa es la constancia que encontramos al analizar algunos textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. El símbolo más recurrente es el de la roca. Ella tiene que ver con lo firme, con lo consistente, con lo seguro. Sobre ella se puede construir una obra material (casa, monumento) o la vida misma (en sentido figurado). En el Antiguo Testamento es Dios (Sal 18,3; 31,4; 2 Sm 22,3); en el Nuevo Testamento es Jesús (Mc 4,35-41) o su Palabra (Mt 7,24-25). 

Parafraseando un texto evangélico, podemos afirmar: «Donde está tu confianza, allí está tu fe» (Mt 6,21). ¿Dónde está colocada nuestra confianza? ¿Cuál es el fundamento, la roca firme sobre la cual construimos nuestra vida? ¿Quién es el «señor» de nuestra existencia? Según el Señor Jesús, en el mundo hay dos señores y el ser humano tendrá que escoger entre ellos: Dios o el dinero (Mt 6,24).

-La fe como respuesta del ser humano a Dios que se revela. El ser humano posee una estructura dialogal: puede escuchar y responder. Esta estructura funciona a nivel de relaciones interpersonales, pero las religiones lo aplican también al plano espiritual. Santo Tomás hablaba de la potencia obediencial, es decir, de una capacidad receptiva del ser humana a una posible revelación de Dios. Esta perspectiva ha sido enfatizada de manera especial por el Magisterio eclesiástico. Así es posible constatarlo en dos concilios ecuménicos.

Tanto para Vaticano I como para Vaticano II, la fe es la respuesta que el ser humano da a Dios que se revela. Ahora bien, mientras Vaticano I enfatiza la dimensión doctrinal de la revelación («los decretos eternos de su voluntad»: DH 3004), el Vaticano II afirma que Dios quiso «revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad» (DV 2).

Esta respuesta implica la totalidad del ser humano, es decir, entendimiento y voluntad (DH 3008; DV 5). Además, es una respuesta que tiene que darse en un ambiente de libertad. La libertad del ser humano es finita, limitada, imperfecta, condicionada, etc., pero Dios la respeta. Tanto el creyente como el no creyente han hecho una opción en un ambiente de libertad. Vaticano I habla de obligación («estamos obligados»: DH 3008); Vaticano II habla de «entrega entera y libre» (DV 5).

-La fe como experiencia religiosa que afecta en positivo el comportamiento humano. ¿Cómo sabemos que esta experiencia religiosa es auténtica y no una simple ilusión o imaginación? Por los efectos, por las consecuencias: «Por sus frutos los reconocerán» (Mt 7,16-20). Toda experiencia auténtica de Dios cambia al individuo, lo transforma, lo hace mejor, lo capacita para amar. Quien dice: «Yo he conocido al Señor» o «Yo fui alcanzado por Dios», tiene que confirmarlo en su vida diaria. Esa confirmación se llama «conversión» en lenguaje religioso. El infiel se torna fiel; el injusto comienza a obrar justamente; el tibio se apasiona por los asuntos de Dios, etc.

Es conocida la discusión que aparece planteada en la carta de Santiago (2,14-26) sobre la relación entre la fe y las obras. Según el texto, «la fe sin obras es estéril» (2,20). Un creyente tiene que distinguirse por sus obras, por su forma de comportarse dentro y fuera de la Iglesia. Lo que se espera de un creyente es que sea un buen ciudadano, un buen empleado, una persona adornada de buenas virtudes, de buenos sentimientos. Lo contrario nos extraña y hasta nos llega a escandalizar.

-La fe como una nueva visión para ver la realidad de otra manera. Partiendo del libro del profeta Isaías (29,18; 42,7), en el judaísmo helenístico se elaboró un esquema que presentaba la conversión de un pagano al judaísmo como un «ver» o la iluminación de un ciego. En algunos pasajes del Nuevo Testamento, el simbolismo de la luz y del ver está relacionado con la conversión (Ef 5,8; 1Pe 2,9). En el libro de los Hechos se advierte claramente el influjo isaiano: la conversión de Pablo se describe siguiendo el modelo luminoso de una visión (9,3) de conversión (9,17-18).

Un texto que se ubica en la línea que estamos desarrollando está en el evangelio de san Juan. En el capítulo 9 se nos narra la curación de un ciego de nacimiento. En un primer momento recupera la visión natural (9,7), pero al final del texto se nos informa de su llegada a la fe (9,38). La visión natural le permite ver su entorno, pero la fe lo capacita para descubrir en Jesús de Nazaret al Hijo del hombre de Daniel 7,13. En otras palabras, la fe es una visión que le permitió ver más allá de la humanidad del profeta galileo (9,17). Los fariseos, por su parte, son presentados como ciegos (9,39-41).

La fe nos ofrece una visión nueva para descubrir lo que no es posible ver con la simple visión natural. La visión normal es necesaria y valiosa, pero se queda en lo externo, en la epidermis, en las apariencias. Por eso es necesaria la visión que nos ofrece la fe porque nos capacita para ver en profundidad. La fe le agrega un plus a la realidad, a las personas, a los hechos cotidianos. Para un creyente, en el acontecer de cada día opera la gracia divina y detrás de cada persona está presente una creatura de Dios. 

  1. La fe implica el seguimiento del Señor de los Milagros y el proseguimiento de su causa

¿Qué relación tiene la vida cristiana con el seguimiento de Jesús? La mayoría del pueblo fiel piensa que no hay ninguna relación. La causa: durante muchos siglos, el seguimiento de Jesús quedó reservado a los miembros de la vida consagrada. A los laicos se los relegó al cumplimiento de los mandamientos.

Hoy es necesario recuperar esta relación. Sin seguimiento de Jesús no hay vida cristiana. En muchos casos la vida cristiana ha quedado reducida a una serie de prácticas religiosas o piadosas. El resultado lo tenemos a la vista: un pueblo fiel con muchas devociones, pero con escasa vida cristiana. ¿Cómo es posible conjugar, al mismo tiempo, la realidad de un pueblo que es aún mayoritariamente cristiano-católico con situaciones de injusticia social, de violencia, de corrupción, de exclusión, etc.?

Ser cristiano: seguir a Jesús, el Señor, y proseguir su proyecto

Ser cristiano significa seguir a Jesús. “Es creyente el que sigue a Jesús. Y no lo es el que no le sigue (…). Las primeras comunidades vieron en ese seguimiento la expresión y la forma más genuina de la fe en Jesús”.[2]

Cuando los evangelios cuentan la primera relación seria y profunda que Jesús establece con determinadas personas, expresan esa relación mediante la metáfora del seguimiento. Así sucede en el caso de los primeros discípulos junto al lago (Mt 4,20-22), en la vocación del publicano Leví (Mt 9,9), en el episodio del joven rico (Mt 19,21), en la versión que da el evangelio de Juan de los primeros creyentes (Jn 1,37-43) e incluso cuando se trata de individuos que no estuvieron dispuestos a quedarse con Jesús (Mt 8,19-22; Lc 9,59-61).

En los evangelios, la llamada de Jesús se ajusta siempre a un esquema fijo y uniforme: a) Jesús pasa (Mc 1,16-19; 2,14); b) ve a alguien (Mc 1,16-19; Jn 1,47); c) indicación de la actividad profesional de ese hombre (Mc 1,16-19; 2,14; Lc 5,2); d) la llamada (Mc 1,17-20; 2,14; Jn 1,37); e) dejarlo todo (Mc 1,18-20; no aparece en Mc 2,14, pero sí en Lc 5,11-28); f) el sujeto llamado sigue a Jesús (Mc 1,18-20; 2,14; Lc 5,11).

Los evangelios sinópticos nos han conservado una afirmación de Jesús, que resulta enteramente central para comprender el sentido fundamental del seguimiento: “El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue su cruz y me siga” (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23).

Jesús dijo estas palabras no sólo a los discípulos sino también a la multitud (Mc 8,34) o a todos, como puntualiza el evangelio de Lucas (9,23). Esto quiere decir que el seguimiento no es obviamente una exigencia limitada a los «discípulos», sino que es para todos los que quieran ir con Jesús, estar cerca de él.  

Seguir a Jesús es, por tanto, la esencia del cristianismo. Y seguir a Jesús implica varias cosas: ir tras él, estar con él, servir al mismo Dios, partir el mismo pan, anunciar el mismo mensaje (evangelio o buena noticia) y trabajar en el mismo proyecto (el reino de Dios). Por eso, en un momento en el que se busca con tanto empeño lo esencial o la entraña del cristianismo, es imprescindible reflexionar sobre el seguimiento de Jesús de Nazaret.

¿En qué consiste la vida cristiana? Siguiendo a algunos autores, nosotros respondemos de la siguiente manera: la vida cristiana consiste en el seguimiento del Señor Jesús y en el proseguimiento de su causa o de su proyecto. Según Carlos Bravo Gallardo,

«En el Jesús que hace historia están implicados dialécticamente tres momentos que integran el hecho-Jesús: a) Jesús de Nazaret, como hecho originante; b) el Resucitado confirmado por el Padre; c) el movimiento de seguidores suyos en los que su Espíritu sigue inspirando el proseguimiento de su causa».[3]

Ya dijimos algo sobre el seguimiento del Señor Jesús; añadamos algo ahora sobre su causa o su proyecto, que es el reino o reinado de Dios en el mundo. Al fin y al cabo, la forma de seguir al Señor Jesús hoy no es solamente la observancia o el cumplimiento de los denominados «consejos evangélicos»; la vida cristiana también implica de manera prioritaria y preferente– el proseguimiento de su causa o de su proyecto.

  1. A propósito del Reino de Dios

El reino de Dios fue el tema central de la predicación de Jesús. De diversas maneras, muchos estudiosos han expresado esta rotunda frase de Joachim Jeremias: “Nuestro punto de partida es el hecho de que el reino de Dios fue el tema central de la proclamación pública de Jesús”.[4]

“Sin temor a equivocarnos, podemos decir que la causa a la que Jesús dedicó su tiempo, sus fuerzas y su vida entera es lo que él llama el «reino de Dios». Era, sin duda, el núcleo central de su predicación, su convicción más profunda, la pasión que animó toda su actividad. Todo lo que dijo e hizo estaba al servicio del reino de Dios. Todo adquirió su unidad, su verdadero significado y su fuerza apasionante desde esa realidad. El reino de Dios es la clave para captar el sentido que Jesús dio a su vida y para entender el proyecto que quiso ver realizado en Galilea, en el pueblo de Israel y, en definitiva, en todos los pueblos”.[5]

Además, llama la atención que el Nuevo Testamento, aun transformando el mensaje de Jesús (reino de Dios) en mensaje sobre Jesús (kerigma), mencione este tema en varias de sus tradiciones. Entre las principales, anotamos: Marcos (1,1­5; 4,11; 4,26; 9,1.47; 10,14; 12,34; 14,25; 15,43); Lu­cas (4,43; 9,2.11.60.62; 14,15; 16,16; 17,20; 19,11; 22,16.18); Juan (3,3.5); Hechos (1,3; 8,12; 14,22; 19,8; 28,23.31); Pablo (Rom 14,17; 1 Cor 4,20; Col 4,11; 2 Tes 1,5) y Apocalipsis (12,10).

El Nuevo Testamento utiliza la expresión βασιλεία τοῦ θεοῦ.[6] ¿Cómo traducirla? Al-gunos autores prefieren el sentido dinámico (reinado de Dios) ­[7] y otros el sentido espacial (reino de Dios). Nosotros creemos que las dos posibilidades no son excluyentes. Reino de Dios hace referencia al reinar de Dios en acto. Por eso, más que un ámbito territorial, la referencia es a la acción de Dios sobre los gobernados y a su relación dinámica sobre ellos. Sin embargo, reino de Dios también puede significar una realidad locativa o espacio-temporal que es gobernada y sobre la cual Dios ejerce y manifiesta visiblemente su poder. Los dichos de Jesús que hablan de entrar (Mt 7,21; Mc 9,47)en el reino de Dios evocan necesariamente la imagen espacial, por ajena al espacio que pueda parecer la realidad última a que se refiere la imagen.

Las dificultades de la metáfora «reino de Dios»

La metáfora «reino de Dios» tiene tras de sí muchas dificultades en la actualidad. Para el pueblo de Israel la metáfora tenía como trasfondo la figura de Dios como rey y la efímera experiencia de una monarquía durante la época de David, Salomón y los nacionalistas Macabeos. Para nosotros hoy como creyentes, la metáfora no tiene ningún problema si nos remite a Dios o a Jesús y nos pide reconocerlos como reyes en el culto, en la predicación o en la vida personal, familiar, comunitaria, etc. La dificultad más bien estriba en la inexistente experiencia histórica que nosotros tenemos del rey y de la monarquía como formas de gobierno en la actualidad. Hay monarquías constitucionales (España, p.e.) o parlamentarias (Reino Unido, p.e.) donde el rey o la reina no poseen ningún poder efectivo; son figuras decorativas o tienen funciones de carácter protocolario. En la metáfora «reino de Dios», la voluntad o la soberanía de Dios tiene que ser efectiva, in actu, operante; de lo contrario, el proyecto no será posible o, por lo menos, viable.

¿Qué es el reino de Dios?

Jesús nunca define qué es el reino de Dios para él. Utiliza, en cambio, un lenguaje comparativo: “el reino de Dios es semejante a…” (Mt 13,24), “el reino de Dios es co-mo…” (Mc 4,26.30). Ahora bien, para enmarcar lo que vamos a desarrollar a continua-ción, escojamos dos definiciones provisionales: 1) es la soberanía espiritual de Dios sobre el mundo presente, con repercusiones socio-económicas y políticas y, 2) es un anticipo imperfecto de los bienes que disfrutaremos en plenitud en la eternidad.

Estas dos definiciones van íntimamente relacionadas. El reinado o soberanía de Dios en el mundo presente tiene que hacerse visible a través de repercusiones que materialicen su voluntad sobre la realidad histórica de la humanidad. Pero estas experiencias históricas no son, de ningún modo, el reino consumado. Son un anticipo, un «aperitivo» de lo que viviremos en plenitud en la escatología, en la comunión con Dios.

De manera sintética y pedagógica, nosotros vamos a relacionar el reino o reinado de Dios con tres asuntos fundamentales que aparecen propuestos en la enseñanza y en la práctica del Señor Jesús. Ellos son: a) la justicia; b) la voluntad o soberanía de Dios y, c) la conversión.

El reino de Dios y la justicia

Mientras estaba hablando del abandono en la Providencia, Jesús afirma: “Busquen el reino [de Dios] y su justicia, y lo demás lo recibirán por añadidura” (Mt 6,33). Porque la primera preocupación del ser humano, en general, es la búsqueda ansiosa de lo necesario para dar seguridad a su existencia. Jesús tenía una propuesta distinta: primero hay que trabajar por la instauración del reino y su justicia, con la seguridad de que todo lo demás –incluidas las necesidades básicas– serán cubiertas. La pregunta que aquí nos interesa responder es: ¿Qué es la justicia y como se relaciona con el reino/reinado de Dios?

En la cultura semítica, la justicia tenía que ver con la defensa de los más débiles, de los indefensos, de los marginados.[8] Se suponía o se presuponía que los ricos y poderosos tenían abogados que los defendieran;[9] en cambio, los más vulnerables estaban a merced del juez o del rey de turno. El «derecho» (mispat) y la «justicia» (sedakah/dikaiosyne) pertenecían a Dios (Sal 89,15; 97,2), pero él los había delegado o confiado en las manos del rey (Sal 72,1-2.4.12-13). Es más, una de las funciones que el mesías davídico futuro debería desempeñar tenía que ver con la justicia. Tanto es así que, precisamente por eso, sería llamado «Señor, justicia nuestra» (Jr 23,5-6).

El reino de Dios y la voluntad o soberanía de Dios

El reino de Dios tiene que ver con la voluntad de Dios.[10] Así aparece planteado en la oración del Padre nuestro: “Venga tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). Lo que Dios quiere en el cielo también debe realizarse en la tierra. La voluntad de Dios es la norma (Mt 26,42). El alimento de Jesús consiste en hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34). Y esto debe valer también para sus seguidores: el que cum-ple la voluntad de Dios es hermano suyo, hermana y madre (Mc 3,35). No decir única-mente: “¡Señor, Señor!”, sino poner por obra la voluntad del Padre (Mt 7,21).

Un rey ejerce soberanía cuando su voluntad es obedecida por los súbditos de su reino. Es más: cuando alguien desobedece una ley o una orden promulgada por el rey a través de un edicto, lo puede pagar hasta con su propia vida (Dn 3,8-23). De igual manera, Dios ejercerá su soberanía en el mundo cuando se cumpla su voluntad. ¿De qué voluntad se trata? Para un judío piadoso, la voluntad de Dios estaba consignada en la Ley; en consecuencia, bastaba cumplirla. ¿Dónde encuentra un cristiano la voluntad de Dios? En la enseñanza y en el estilo de vida de Jesús, en lo que él dice y hace. Dios mismo nos pide que escuchemos a su Hijo (Mt 17,5; Mc 9,7; Lc 9,35); él es su palabra hecha carne, (Jn 1,14), la imagen visible del Dios trascendente (Col 1,15). Él es la última y definitiva palabra que Dios le ha dirigido a la humanidad (Heb 1,1-2). Escucharlo a él y escuchar a Dios es lo mismo, porque Jesús tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68).[11] Escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra no sólo es construir sobre bases firmes (Mt 7,24-27), sino colaborar activamente para que la soberanía de Dios se haga operativa en nosotros y, a través de nosotros, en el mundo actual.

En la religión teísta en la que estamos instalados, los planos están invertidos. A Dios se lo concibe como a un señor que tiene muchos bienes materiales y espirituales. ¿Qué tiene que hacer la criatura para acceder a ellos? Sobre todo, actos religiosos o de piedad (novenas, peregrinaciones, sacrificios). Estos operan a manera de «condicionantes»: la voluntad de Dios será más proclive a una petición acompañada de un acto religioso o de piedad. Si la divinidad responde a la petición (léase: voluntad de la creatura), todo queda en orden; pero si el milagro no ocurre, la divinidad quedará en «deuda» con la creatura. La relación es contractual, no filial y Dios aparece como un patrón, no como un Padre; el ser humano, por su parte, se concibe como un asalariado, no como un hijo (adoptivo).

Anthony de Mello lo ejemplifica bellamente a través de la siguiente anécdota:

¿Qué milagros ha realizado tu maestro? Bueno, verás… hay milagros y milagros. En tu país se considera milagro el que Dios haga la voluntad de alguien. Entre nosotros se considera un milagro el que alguien haga la voluntad de Dios.[12]

La tendencia natural del ser humano es a realizar su voluntad, lo que a él le parece, lo que le apetece o le conviene. Una actitud contraria exige docilidad, disciplina, sentido común, búsqueda de intereses más grandes que los propios. Si la relativización de las riquezas materiales requiere de un milagro (Mt 19,23-26), otro tanto implica la docilidad a la voluntad de Dios. Un milagro que bien podríamos llamar «conversión».

El Reino de Dios y la conversión

En Marcos (1,15), leemos: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; conviértanse y crean la Buena Nueva”. El texto paralelo de Mateo (4,17), dice: “con-viértanse porque el reino de los cielos está cerca”. Omite “el tiempo se ha cumplido” y “crean la Buena Nueva”. Los otros evangelistas (Lucas y Juan) no lo mencionan.

El término metanoeῖte es traducido por «conviértanse» o «arrepiéntanse», y supone un cambio de actitud en el creyente. Para los profetas (Is 1,16-17; Am 5,7-15) y Juan Bau-tista (Lc 3,10-14) suponía conversión moral, es decir, que el pecador se vuelva justo. Los milagros de Jesús buscaban la conversión de quienes los presenciaban (Lc 10,13; Mt 11,21). El término no se vuelve a encontrar en labios de Jesús, pero su contenido está presente en su predicación (Lc 15,11-24; 19,1-10; Mt 25,31-46). El término incluía la conversión moral, pero va más allá. Él quería que todo el pueblo realizara otra metάnoia, es decir, que cambiara de mentalidad (pensamientos negativos, violentos, machistas, rígidos, racistas, excluyentes, nacionalistas, sacrales, providencialistas), que asumiera otros valores, otros criterios para juzgar, otros sentimientos, otras actitudes, otro tipo de relaciones interpersonales… para que el advenimiento del reino de Dios fuera posible. El reino de Dios era semejante a un vino nuevo que debía colocarse en odres (pellejos) nuevos (Mc 2,22).[13] En esta orientación nos colocan las parábolas del Señor Jesús.

Además, Jesús no sólo contaba parábolas, sino que él mismo era una parábola viva o viviente.[14] La vida misma de Jesús, su existencia, contenía una paradoja. Su actitud ante la ley mosaica y, en definiti­va, contra la forma tradicional de vivir la fe judía era distinta. Algunos tratan de identificar a Jesús con algunos rabinos (Shammai o Hillel, p.e.) o grupos radicales de la época (los esenios o fariseos, p.e.) que propendían por una purificación y radicalización del judaísmo.

Era distinta su actitud ante la práctica religiosa del ayuno voluntario (Mc 2,18-20). Era distinta su actitud ante la mujer (Lc 10,38-42) y ante los niños (Mc 10,13-16). Era distinta su actitud ante la ley de la pureza: tocó un leproso (Mc 1,41) y un cadáver (Mc 5,41), etc.

La reacción de los dirigentes no se hizo esperar: “En cuanto salieron, se confabularon con los hero­dianos contra él para ver cómo eliminarlo” (Mc 3,6). Por instinto de conser­vación, algunos rechazaron la parábola de Jesús, que consideraban apó­crifa y hetero­doxa, amenaza­dora para sus viejas costumbres. La crucifixión de Jesús fue, en definitiva, conse­cuencia directa de esa incompren­sión frente a la parábola viva de Dios.

  1. La Iglesia católica, «germen y principio» del Reino de Dios

Según el concilio Vaticano II, la Iglesia es «germen y principio del reino de Dios» (LG 5). Por tanto, la Iglesia tiene sentido en relación con el proyecto del Señor Jesús. Ella tiene que brindar sus estructuras visibles o instituciones (parroquias, templos, escuelas, universidades, hospitales, orfanatos, ancianatos), sus ministros y sus celebraciones litúrgicas o paralitúrgicas en aras de ese objetivo fundamental.

A Jesús de Nazaret no le preocupaba la simple reforma de la religión judía. Sin duda que puede parecer, a primera vista, algo necesario y hasta apasionante. Esta tarea ya la habían intentado llevar adelante los profetas sin mucho éxito. El margen de reforma que las religiones permiten es muy estrecho y se limita a cuestiones tangenciales, no estructurales.[15] Jesús de Nazaret lo experimentó al cuestionar prácticas sencillas como la pureza ritual o el ayuno voluntario.

Su actitud fundamental no es la de un reformador religioso. Su obsesión se llamaba «reino» o «reinado de Dios». A esa tarea dedicó su corta vida pública. Así lo testifica su predicación (parábolas) y los signos que él realizó para hacerlo presente, visible. Jesús de Nazaret no sólo contaba parábolas, sino que él mismo era una parábola viviente (E. Schillebeeckx).

Si para que venga el reino, a semejanza de una cosecha nueva, hay que sembrar de una manera distinta, Jesús de Nazaret se puso en esa tarea. La parábola del sembrador es toda una propuesta pedagógica al respecto (Mc 4,1-8). Quien siembra de la misma manera que los demás, estará condenado a cosechar lo mismo de siempre. Solo una siembra distinta proporcionará una cosecha diferente.

El reino o reinado de Dios tiene que ver con el surgimiento de un mundo nuevo, mejor, donde haya justicia o equidad, donde se respeten los derechos fundamentales del ser humano, donde haya relaciones armónicas entre los habitantes de este planeta entre sí, con Dios y con la creación. Eso supone cambiar la forma de relacionarnos entre nosotros, con Dios y con la creación. Tienen que proponerse otros valores, otras prioridades, otros intereses.

Lo que Jesús de Nazaret propuso no eran simples reformas a la religión judía. Lo suyo era algo totalmente nuevo. La comparación con el «vino nuevo» (Mc 2,22) nos puede ser aquí de gran utilidad. Hay que guardarlo en odres nuevos. Ahora bien, muchos judíos prefirieron el vino añejo (Lc 5,39). En la práctica, el vino añejo tiene mejor sabor. Por eso es tan difícil cambiarlo por una bebida nueva. Además, el vino nuevo les incomodó tanto que prefirieron quitar de en medio a quien le hacía propaganda. Sin embargo, hubo quienes aceptaron la nueva propuesta y se convirtieron en sus apóstoles por el mundo.

Aquí sería interesante analizar qué vino preferimos en la actualidad. Porque, al parecer y con el paso del tiempo, la Iglesia fue retornando al vino añejo del judaísmo. Volvieron al ayuno voluntario judío, por ejemplo: “Llegará un día en que el novio les sea quitado, a aquel día ayunarán” (Mc 2,20). Y a otras prácticas judías como leyes, fiestas, instituciones, tiempos sagrados, personas sagradas, objetos sagrados, etc.

A propósito, el concilio Vaticano II afirma:

“Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Jesucristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino” (LG 5).

Es decir, la Iglesia no es un fin en sí misma; está en función del reino de Dios y cumple esta misión en la medida que anuncia y practica los valores y las exigencias del mismo. A la búsqueda de este objetivo supremo deben estar sometidas todas las fidelidades y lealtades institucionales. La actitud crítica o de autocrítica debe funcionar constantemente al interior de la Iglesia para evitar autocomplacencias nocivas que nos lleven a olvidar los objetivos, las metas por las cuales la institución existe y que son su razón de ser.

¿De qué manera la Iglesia católica ha tratado de anunciar e instaurar el reino de Dios? La pastoral eclesial funciona en tres frentes:[16]

Pastoral profética. Responde al mandato que Jesús resucitado les dio a sus discípulos: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Dentro de esta pastoral se incluye la predicación (ordinaria y extraordinaria), la formación bíblico-teológica de los fieles cristianos (catequesis, cursos, grupos), las reuniones esporádicas (retiros, convivencias), etc.

Pastoral litúrgica. “Hagan esto es memoria mía” (Lc 22,19; 1 Cor 11,24), les dice Jesús a los Doce. A través de la liturgia, la Iglesia católica trata de cumplir con este mandato del Jesús terreno. En el campo litúrgico se inscriben todas las actividades que tienen que ver con el culto (misa o eucaristía), con la celebración de sacramentos y celebraciones anexas (celebraciones de la Palabra, sacramentales, procesiones, novenas, peregrinaciones).

Pastoral social.El Jesús terrenal no sólo se preocupó de las necesidades espirituales de las personas que acudían a él. También se interesó de su situación física (enfermos), de sus necesidades vitales (hambre: multiplicación de los panes y de los peces), de su situación de marginación (mujeres, niños). A sus discípulos les pide que sean luz, sal y fermento en medio de la gran masa del mundo. Además, nos dice que todo el bien que hagamos a los pobres y necesitados, es un gesto que tiene relación directa con él (Mt 25,40).

Ahora bien, la construcción de una sociedad justa es tarea prioritaria del Estado. A la política es a quien le corresponde construir una estructura socioeconómica que cubra las necesidades fundamentales de los ciudadanos: trabajo digno, salario justo, acceso a la educación, a la salud, a unos buenos servicios públicos, al ocio, al descanso. En este sentido,

[la Iglesia] “no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien”.[17]

La construcción del reino de Dios implica la construcción de un mundo justo, más humano, más fraterno, más libre. En este sentido, la tarea principal de la política y del proyecto de Jesús, coinciden. Y, aunque el magisterio pontificio afirme que la Iglesia no puede «sustituir» al Estado, la ineficiencia o inoperancia de los gobiernos de turno ha llevado a la institución eclesial a realizar labores de «suplencia» en muchas épocas y lugares. Las obras de beneficencia o de asistencialismo (limosnas, mercados, comedores comunitarios, hogares de paso, escuelas, guarderías, orfanatos, ancianatos, dispensarios) son prueba de ello.[18] Hay parroquias donde se han organizado micro-empresas, empresas o granjas comunitarias. En otros casos se ha construido casas o se han creado bolsas de empleo. Y, respondiendo a la presente coyuntura histórica de nuestro país, se han creado comisiones eclesiales o inter-eclesiales para tutelar los derechos humanos o para atender emergencias sociales como sequías, inundaciones, víctimas del desplazamiento forzoso, etc.

La pregunta que permanece en el ambiente es la siguiente: ¿es suficiente la pastoral eclesial en este triple frente para «anunciar» e «instaurar» el reino de Dios en el mundo? Antes de dar una respuesta, tengamos en cuenta lo siguiente: la pastoral profética y –más aún– la pastoral litúrgica ocupa la mayor parte de los esfuerzos humanos y económicos de la Iglesia católica. La pastoral social aparece todavía como un elemento secundario, ocasional o intermitente, al que todavía no se le presta la debida atención. Una inversión de las proporciones o de los porcentajes, generaría un mayor impacto social y el aporte de la Iglesia a la construcción de una sociedad justa sería más significativo.

No se trata de cuestión económica solamente. Se trata, también, de congregar (no sólo para el culto), de animar, de organizar, de gestionar. Todo lo que contribuya al mejoramiento o saneamiento de nuestro mundo, de nuestro entorno, es un paso más en la construcción del reino de Dios. Muchas personas que no son creyentes o que no frecuentan el templo, verían con buenos ojos un aporte en esta dirección. Seguramente estarían dispuestos a colaborar con trabajo y hasta económicamente en obras que tengan que ver con el mejoramiento de las vías públicas, con la construcción o mantenimiento de lugares comunes (parques, canchas deportivas), con el cuidado y conservación del medio ambiente (siembra de árboles, limpieza de ríos, de playas), con visitas y/o acompañamiento a personas necesitadas (ancianatos, cárceles, desplazados), con brigadas de salud, etc.

La vida consagrada, un proyecto eclesial a favor del reino

A falta de un proyecto concreto en el campo eclesial, nosotros queremos hacer referencia a la vida consagrada porque nos parece algo que se puede mostrar y, en algunos aspectos, intentar imitar. De entrada, digamos lo siguiente: la «refundación» de la vida consagrada nos ha llevado a buscarle un nuevo punto de partida. El llamado «mito de los orígenes» nos había llevado a mirar hacia los monjes del desierto, los eremitas y los anacoretas, como los iniciadores de la vida consagrada. Un proyecto así tenía estas características: laical, contemplativo, en solitario, ascético y como reacción al mundo de aquella época (fuga mundi).

Nosotros necesitamos una inspiración más cercana al Evangelio, que nos ubique en dirección del misterio de la Encarnación del Verbo; que recupere la dimensión comunitaria del seguimiento de Jesucristo; que presente una visión más positiva de la vida, más lúdica y que, finalmente, integre la acción y la contemplación, la consagración y la misión. Una vida consagrada concebida de esta manera puede ser fuente de inspiración para muchas personas, grupos e instituciones.

Recordemos que, en el grupo de Jesús, los Doce, compartían todo: la oración, la enseñanza, el tiempo y hasta los bienes materiales (había bolsa común: Jn 12,6). Algo parecido sucedía en la comunidad cristiana primitiva (Hch 2,42-45). Ese mismo proyecto es el que se intenta vivir en la vida consagrada. No solo se comparte la oración, la enseñanza, la eucaristía y la vida comunitaria, sino también, los bienes materiales. Cada una de estas dimensiones debería ser una propuesta concreta para la vida cristiana hoy.

CONCLUSIÓN

Cuando nos preguntamos sobre cuál es la misión de la Iglesia católica en el mundo, la respuesta más común es la siguiente: para anunciar un mensaje (el Evangelio). En otras palabras, la Iglesia católica existe para evangelizar. Hay textos de la sagrada Escritura (Mc 16,15), del Magisterio pontificio y de la teología que lo pueden confirmar. Afirmaciones como: «La Iglesia católica existe para evangelizar» o similares, van en esta dirección. No negamos que esa sea parte de la tarea; posiblemente la primera, pero no la más importante o decisiva.

Una segunda respuesta, aunque menos frecuente, es: para anunciar un proyecto (el Reino de Dios). Así le dice el Señor Jesús al joven que le pidió tiempo para enterrar a su padre: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reino de Dios» (Lc 9,60). En el capítulo dedicado a los laicos, en los documentos del concilio Vaticano II, da la impresión que a los pastores nos corresponde anunciar el proyecto y a los laicos realizarlo. A ellos les corresponde «gestionar los asuntos temporales y ordenarlos según Dios» (LG 31).     

Nuestra respuesta es: continuar con la edificación de un proyecto (el reino de Dios), iniciado por el Señor Jesús. Cuando a Jesús de Nazaret lo acusan de practicar la magia o la hechicería en sus exorcismos, él responde: «Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios» (Lc 11,20). Los exorcismos son un signo a favor del reino de Dios; pero no solamente los exorcismos. En esa lista podemos colocar la sanación de los enfermos, la comunión de mesa con los pecadores, su cercanía a los pobres, su actitud novedosa con las mujeres, con los extranjeros, etc.     ¡Cómo me gustaría que el Papa actual o el siguiente escribiera una encíclica que llevara por título, por ejemplo, Aedificatae regnum! Ya tenemos constituciones apostólicas que llevan por título Praedicate Evangelium (Francisco). Nos falta una encíclica que nos recuerde el proyecto del Señor Jesús, y nos oriente y comprometa a todos en esa dirección. Tener una causa común por la cual trabajar y luchar cada día, es más estimulante que cumplir con unas actividades, tareas o ritos que buscan que la gente sea religiosa, moralmente buena, o cosas por el estilo. El reino de Dios, en el fondo, tiene que ver con la justicia; es decir, con la construcción de un mundo mejor: más justo, más libre, más fraterno, más incluyente. Eso ilusiona y compromete más.


[1] Cf. Felicísimo MARTÍNEZ DÍEZ, Teología fundamental. Dar razón de la fe cristiana, 118.

   [2] José María CASTILLO, El seguimiento de Jesús, 15.

   [3] “Jesús de Nazaret, el Cristo liberador”, en Ignacio ELLACURÍA y Jon SOBRINO (eds.), Mysterium liberationis, Vol. I, (Madrid: Trotta, 1990), 554.

   [4] Teología del Nuevo Testamento, (Salamanca: Sígueme, 1977), 96.                                                                

   [5] José Antonio PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica, 88.                                                                           

   [6] Mateo utilizó la expresión βασιλεία τῶν οὐρανῶν (3,2; 4,17; 5,19-20; 19,24). ¿Qué fórmula usó Jesús? La expresión «reino de los cielos» suena más judía y tam­bién se encuentra en la literatu­ra rabínica. «Cielos» debe entenderse como una piadosa perífrasis o circunloquio judío para evitar nombrar a Dios por respeto. Sin embargo, Mateo también utilizó la expresión «reino de Dios» (12,28; 21,31.43).

   [7] Cf. Jon SOBRINO, Cristología desde América Latina, 37.

   [8] “La justicia del rey (…) no consiste primordialmente en emitir un veredicto imparcial, sino en la protección que el rey hace que se preste a los desvalidos, a los débiles y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos”. Joachim JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento, Vol. I, 122.

   [9] “Salvar de la injusticia a los oprimidos” tiene que ser tarea del rey y esa ayuda tiene que venir, de manera preferente, hacia los que “por ser débiles no pueden defenderse; los otros no lo necesitaban”. José Porfirio MIRANDA, Marx y la Biblia, 140-141.

   [10] Un rey a quien sus súbditos no escuchaban ni obedecían era un rey nominal, simbólico, de adorno, y ese reino estaría condenado al caos, a la anarquía y a la ruina definitiva.

   [11] Jesús tenía autoridad para hacerle correcciones a la Ley antigua: “Ustedes han oído que se dijo (…). Pues yo les digo” (Mt 5,21-22.27-28, etc.).

   [12] Cf. www.htpp://es-es.facebook.com

   Un mensaje en internet decía: «No hay que orar hasta que Dios nos oiga. Hay que orar hasta que nosotros escuchemos la voz de Dios». Ese debería ser uno de los objetivos de nuestra oración.   

   [13] Lucas agregó: “Nadie, después de beber el vino añejo quiere del nuevo porque dice: El viejo es el bueno” (5,39), porque Jesús observó que no todos sus oyentes judíos apreciaban su espíritu nuevo. En otras palabras: el vino nuevo que ofrecía Jesús no era del gusto de los que habían bebido el vino añejo de la Ley.

   [14] “Jesús es una parábola y cuenta parábolas”. Edward SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un viviente, 142.

   [15] Hagamos memoria de todas las dificultades que hemos tenido en la Iglesia católica cuando se han hecho pequeños cambios a oraciones como el Padre Nuestro («no nos dejes caer en tentación» por «no nos dejes caer en la tentación»), o con la fórmula de consagración de la misa («vosotros» por «ustedes»), por ejemplo.

   [16] “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra”. BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 25, a.

   [17] BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 28.

   [18] “Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad –la limosna– serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos”. BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 26.