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Comentario dominical – Domingo XXV del Tiempo Ordinario

24 de septiembre de 2023

Ciclo A: Mt 20, 1–16

Por: P. Rafael Prada, C.Ss.R.

Este evangelio no puede ser entendido por personas capitalistas para quienes el salario depende del tiempo trabajado según las condiciones de pago anteriormente establecidas. Aún para el lector desprevenido es difícil de entender: ¿cómo así que se paga igual al que trabaja una hora y al que trabaja todo el día? Podríamos decir que no es un evangelio precisamente modelo de justicia y de sentido común, porque no se ajusta al criterio elemental de las leyes laborales: pagar a cada cual según el rendimiento en el trabajo.

Pero vamos a hilar más delgado y a sacar algunas conclusiones del mismo texto ofrecido.

Primero, la bondad de Dios es escandalosa: Él es tan bueno tan bueno, que lo es a manos llenas aún con aquellos que apenas pueden presentarse ante Él con poquísimos méritos y obras. Así nuestros criterios para juzgar la bondad de Dios se tanbalean, al darnos cuenta que para el Señor, antes que los méritos propios, prima su bondad infinita para con todos. Nosotros no toleramos esa manera de amar de Dios y nos encerramos en nuestros cálculos económicos de dar a cada uno su merecido, y sólo su merecido. Pero Dios no es así, su bondad y su amor se extienden aún a personas que nosotros juzgamos que, por su conducta, no merecen consideración y misericordia de parte de Dios.

Segundo, Dios es bueno con todos: no parece urgido por la ganancia de la vendimia, sino por su deseo de dar trabajo y pan para todos. Nosotros medimos con el rasero del tiempo trabajado, “Dios mide con el rasero de la necesidad de trabajo y pan para todos”. Esto no es lógico según nuestros juicios, pero para Dios sí es así, y lo mejor para nosotros es “dejar a Dios ser Dios” y no querer imponerle nuestros criterios y límites subjetivos y egoístas. Dejemos que Dios sea Dios, que el Amor sea Amor. Nuestra inteligencia calculadora y nuestra afectividad interesada no pueden poner límites a la bondad y amor maravillosos de un Dios que es esencialmente entrega y bondad, y punto.

Tercero, no olvidemos que Dios no es como nosotros lo imaginamos y pensamos. Nosotros hablamos de Él desde nuestro enfoque “antropocéntrico”, es decir, desde los límites de seres humanos a los que nos queda imposible conocer la esencia de Dios, pues somos limitados y débiles. Hablamos de Dios “a nuestra manera humana” que siempre será estrecha y ajustada a nuestros esquemas imperfectos. Por eso en la historia del imaginario humano sobre Dios, hemos ido desde las imágenes de un Dios emperador, terrible en su poder, vengador con los que lo traicionan, estupendo en los premios que da a sus seguidores y durísimo con los que lo deprecian y no siguen sus leyes, a la visión de un Dios todo amor. Nuestra percepción humana, subjetiva y tendenciosa, ha identificado a Dios con las figuras de rey dominador, de terrible juez, de omnipotencia total, de viejo sabio y luenga barba que penetra impávido el corazón del perverso, o de líder millonario en gracias que premia a más no poder a sus fanáticos seguidores. Y se nos olvida que es Niño tierno nacido entre frías pajas, Padre bondadoso que perdona al hijo pródigo pecador, Sanador que cura al criado de un soldado extranjero, Profeta que llora sobre su ciudad amada, Crucificado que excusa y persona a sus verdugos y Resucitado que muestra sus heridas por amor y manda predicar su evangelio a todos los pueblos del mundo sin distinción alguna. Todo lo hace en el amor y por el amor.

Cuarto: por eso dejemos a Dios ser Dios y procuremos humildemente imitarlo en su bondad y entrega. La imagen de Dios que ha llegado hasta nosotros tiene muchos vericuetos equivocados y pincelas no auténticas. No nos dediquemos a definir quién es Dios, pues nunca lo lograremos. Pero, pongamos todo nuestro esfuerzo en imitarlo en su bondad y entrega con todos, absolutamente con todos los seres humanos. Dios no seré injusto con nadie, pero sí será bondadoso con todos. Esta es una verdad de a puño.

Por eso, abrámonos al amor de todo ser humano que se cruce en nuestro camino, no sólo al creyente y piadoso, sino también al que se llame ateo, incrédulo, enemigo de la religión o de la divinidad, y que no comparte nuestras convicciones y principios religiosos, y aún a veces, demostrando comportamientos que, desde nuestra visión religiosa, definimos como “pecados”.

Dejemos que Dios sea Dios y diga la última palabra. Y dediquemos a amarnos entre nosotros, sin colocar estigmas de pecador a quien pase por nuestro lado y no coincida con nuestra moral o no rece nuestras oraciones, o no se comporte según nuestra ética. Oremos por ellos y por todos y dejemos a Dios “que hace salir el sol para todos”, que sea quien tome la última palabra.