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II Domingo de Pascua

Comentario dominical

16 de abril de 2023

Ciclo A: Juan 20, 19 – 31

Por: P. Alberto Franco Giraldo, C.Ss.R.

¿Quién fue el resucitado?

Jesús resucitado, fue el mismo Jesús condenado a muerte en la Cruz por haber comprendido a Dios como lo comprendió; por haber vivido su “fe religiosa” y su relación con Dios como la vivió; por haberse relacionado con las mujeres, los pobres, los marginados, los impuros, los pecadores, los incrédulos y extranjeros como lo hizo; por haber cuestionado de raíz el sistema religioso, social, político, económico y cultural de su tiempo, con su manera de pensar, hablar, relacionarse y vivir como Él lo hizo. Los motivos de la condena y la decisión de asesinarlo fueron religiosos, su ejecución fue política, la muerte en la cruz estaba reservada para los opositores al imperio romano, a los subversivos y revoltosos políticos. Todos los poderes de su tiempo confabularon en su contra.

La gran paradoja: el Dios Encarnado fue condenado a muerte por los grupos religiosos y sus autoridades, que defendían la verdadera fe en Dios; lo acusaron de blasfemo, es decir, por hacer y decir cosas ofensivas y degradantes contra Dios; lo condenaron por no respetar las leyes religiosas establecidas para honrar a Dios,  por no respetar el templo de Jerusalén, el lugar donde Dios habitaba, y además, por contaminarse juntándose con gente impura, lo cual le impedía acercarse de manera digna a Dios.

La diferencia entre Jesús y los responsables de su muerte, está en que “los dirigentes religiosos asocian a Dios con su sistema religioso, y no tanto con la felicidad y la vida de la gente. Lo primero y más importante para ellos es dar gloria a Dios observando la ley, respetando el sábado y asegurando el culto del templo. Jesús, por el contrario, asocia a Dios con la vida: lo primero y más importante para él es que los hijos e hijas de Dios disfruten de la vida de una manera justa y digna. Los sectores más religiosos se sienten urgidos por Dios a cuidar la religión del templo y el cumplimiento de la ley. Jesús, por el contrario, se siente enviado a promover la justicia de Dios y su misericordia. Jesús sorprende no porque expone una doctrina nueva sobre Dios, sino porque lo implica en la vida de una manera diferente […] Lo que más escandaliza es que Jesús no duda en invocar a Dios para condenar o transgredir la religión que lo representa oficialmente, siempre que esta se convierte en opresión y no en principio de vida”[1].

La resurrección es fundamental para el cristianismo porque gracias a ella existe la misma fe cristiana, el Nuevo Testamento, la iglesia, la eucaristía y el envío a anunciar el reino de Dios; y el Resucitado es la fuerza para luchar contra todas las injusticias y males del mundo. Dolorosamente, para la mayoría de cristianos, la resurrección tiene poca trascendencia en su vida, es una misa para bendecir el agua y la luz, pero sin referencia a su bautismo y a la vida Jesús; es una ceremonia muy larga y con muchas lecturas que “soportan” con estoicismo porque está mandado, es una celebración para fortalecer una fe individualista y desconecta de su vida humana, social política, ecológica y económica. Un hecho positivo, cada día aumenta el número de creyentes con plena conciencia del valor de la resurrección. 

¿Qué dice el Nuevo Testamento? 

La escritura del Nuevo Testamento fue una consecuencia de la resurrección. Sin la resurrección, Jesús de Nazaret hubiera sido un profeta, un sanador o un predicador más, y posiblemente olvidado, pero una experiencia cambió radicalmente la  vida de los discípulos y a las primeras generaciones de cristianos, y fue llamada la Resurrección del Señor. Esta experiencia les dio una nueva luz para ver, recordar e interpretar lo que habían vivido con Él en Galilea y que, aparentemente, había terminada con la ejecución de Jesús en la cruz; pero al experimentar que estaba vivo, empezaron a hacer memoria de lo que habían vivido con él, y a compartirlo, al principio de forma oral y luego por escrito hasta completar el Nuevo Testamento. Veamos lo que dicen los tres textos leídos:

El evangelio de Juan, escrito a finales del siglo primero, cuenta que “al atardecer de aquel día, el primero de la semana”, cuando empieza la oscuridad y la luz del día se va acabando, cuando el miedo se hace más intenso y es necesario trancar las puertas “estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos”, presos aún del miedo. “Llegó Jesús, se colocó en medio y les dijo: La paz esté con ustedes”, es Jesús quien toma la iniciativa, quien llega a ellos, quien rompe el silencio temeroso y les dice palabras que transforman sus vida, y para probar que es él, les “mostró las manos y el costado”. Luego, les repite el saludo y los envía, “como el Padre me envió”, sopla sobre ellos y les dice que “reciban el Espíritu Santo”.

Comprender y asumir la resurrección para por una experiencia personal e intransferible, no basta lo que digan otros, por eso Tomás, quien no estaba ese día, no puede creer en ella, necesita la experiencia de ver las manos, la marca de los clavos y tocar el costado de Jesús, es decir, necesita constatar que es el Jesús humano y real para creer. “A los ocho días, Jesús se  presentó, a pesar de estar las puertas cerradas” (ya no por miedo como hace ocho días), e invitó a Tomás “ver sus manos y tocar sus heridas, extender la mano y palpar el costado”, esta experiencia lo llevó a  exclamar: “Señor mío y Dios mío”. Una confesión de fe profunda, es el primero que reconoce a Jesús como Dios.

“Al llamarlo ‘Señor mío’ Tomás reconoce el amor de Jesús y lo acepta, expresando al mismo tiempo su total adhesión… es el reconocimiento de la máxima calidad humana realizada en Jesús […] Las palabras de Tomás ‘Dios mío’, están en relación con las de Jesús a María: subo a mi Padre, que es vuestro Padre, mi Dios que es vuestro Dios. El que tiene por único Dios al Padre, llama ‘Dios mío’ a Jesús Tomás ha llegado a descubrir la identificación de Jesús con el Padre… el amor del Padre, a través de Jesús, quiere realizar su proyecto en todo hombre comunicándole su espíritu. Tomás lo confiesa […] Dios está cercano accesible en el Hombre; él es el camino y la meta para todo hombre, la esperanza de la humanidad. Esa adhesión, cercanía e intimidad son las que expresa Tomás con sus palabras: Señor mío y Dios mío”[2].

En la primera carta, Pedro o de uno de sus discípulos, se dirige a los cristianos exiliados y en la miseria de las comunidades dispersas por Asia menor, y “bendice al Dios y Padre del Señor Jesucristo, quién por su gran misericordia y la resurrección Jesús, los ha hace nacer de nuevo a una esperanza viva, a una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse reservada para ellos en los cielos, y que Dios los protege para que alcancen la salvación-liberación. Y los invita a alegrarse, aunque por el momento tengan que soportar pruebas diversas”. Jesús, que ha resucitado después de haber muerto siendo leal al anuncio del reino y permanecer firme en el dolor de la pasión y la cruz, es la fuerza que los capacita para enfrentar las situaciones duras y críticas que viven, “sin dar el brazo a torcer”. Esa es la manera como prueban su fe, que es más preciosa que el oro y les garantiza la salvación-liberación.

San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, cuenta cómo vivían las primeras comunidades cristianas, el ideal de vida que las movía y que llevó a muchas personas a abrazar el cristianismo, a pesar de la persecución y los conflictos. Vale la pena tener presente este pasaje: “Se reunían frecuentemente para escuchar la enseñanza de los apóstoles, y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones… Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno. A diario acudían fielmente e íntimamente unidos al templo; en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera. Alababan a Dios y todo el mundo los estimaba. El Señor iba incorporando a la comunidad a cuantos se iban salvando”. Experimentar la resurrección lleva a las personas y las comunidades a transformar su vida personal, social, económica y religiosa. Ese ha sido el testimonio que mueve y conmueve por el que crece, de verdad, la fe cristiana.

Hasta hoy, El Resucitado sigue generando cambios profundos en personas concretas, veamos unos ejemplos: Saulo de Tarso, luego san Pablo; Francisco Bernardone, luego san Francisco de Asís;  Simone Weil; Teresa de Calcuta, Mons. Oscar Arnulfo Romero, Laura Montoya…

La realidad de la resurrección

La prueba la mayor de la resurrección fue el cambio profundo vivido por los apóstoles: “han vivido un proceso que no solo ha reavivado la fe que tenía en Jesús, sino que los ha abierto a una experiencia nueva e inesperada de su presencia entre ellos”[3]. Ellos, que abandonaron a Jesús en el momento definitivo y que tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos, ahora hablan abiertamente de Jesús sin importarle la persecución y la muerte. Pedro, que lo negó por cobardía, ahora habla valientemente ante todas las autoridades, afirmando que está vivo. Ese cambio profundo sólo se entiende a partir de lo que llaman el encuentro personal con Jesús vivo, de quien afirman que Dios lo ha resucitado, que le ha dado una nueva vida, totalmente diferente a la que tenía antes.

“La Resurrección es un hecho que le ha sucedido a Jesús… es un hecho real, no producto de su fantasía ni resultado de su reflexión… Es, precisamente, el acontecimiento que los ha arrancado de su desconcierto y frustración, transformando de raíz su adhesión de Jesús […] Jesús es el mismo, pero no es el de antes; se les presenta lleno de vida, pero no lo reconocen de inmediato; está en medio de los suyos pero no lo pueden retener; es alguien real y concreto, pero no pueden convivir con él como en Galilea. Sin duda es Jesús, pero con una existencia nueva”[4].

El núcleo central de los relatos acerca de la experiencia que transformó a sus seguidores “es el encuentro personal con Jesús lleno de vida. Esto es lo decisivo: Jesús vive y está de nuevo con ellos; todo lo demás viene después”[5].

Y muy importante: “El Padre no quiere ver sufrir a Jesús. No lo ha querido nunca. ¿Cómo va a querer la destrucción injusta de un inocente? ¿Cómo va a querer aquel final trágico para su hijo querido? Lo que el Padre quiere es que Jesús sea fiel hasta el final, que siga identificado con todos los desgraciados del mundo, que siga buscando el reino de Dios y su justicia para todos. Ni el Padre busca la muerte ignominiosa de Jesús, ni Jesús le ofrece su sangre pensando que le sea agradable. Nunca han dicho algo parecido los primeros cristianos. En la crucifixión, Padre e Hijo están unidos, no buscando sangre y destrucción, sino enfrentándose al mal hasta las últimas consecuencias. Aquel sufrimiento es malo; aquella crucifixión es un crimen. Sólo la han buscado las autoridades judías y los representantes del Imperio, que se cierran al reino de Dios”[6].

Alberto Franco Giraldo, CSsR.


[1] PAGOLA, José Antonio, Jesús. Aproximación histórica, PPC-Editorial Claretiana, Buenos Aires, 2009, p. 318.

[2] MATEOS, Juan – BARRETO, Juan, El evangelio de Juan. Análisis Lingüístico y comentario exegético, Cristiandad, Madrid,  segunda edición 1982, pp. 879-880.

[3] PAGOLA, Op. cit., 442.

[4] Ibídem., 438-439.

[5] Ibídem., 448.

[6] Ibídem., 463.