Jesucristo Redentor
La vida y la obra de Jesucristo se pueden resumir en la palabra redención, pero entendida ésta de modo incluyente, es decir, que abarque toda la historia de salvación obrada en Cristo Jesús, quien es “la piedra angular del misterio cristiano (base) y la clave que traba y explica todo el conjunto (bóveda)” (cfr. F-X. Durrwell, Cristo nuestra Pascua). Hablar de Jesucristo Redentor solamente por “el precio que pagó con su sangre” para salvarnos (pasión y muerte) es recortar el plan de Dios y “la redención copiosa, es decir, el amor del Padre ‘que nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados’ y que vivifica por el Espíritu Santo a cuantos creen en Él” (const. 6; cfr. 1Jn 4,10).
El nombre del Instituto fundado en Scala en 1732 era el de Santísimo Salvador. Cuando, al buscar la aprobación pontificia 16 años más tarde, se supo que había que cambiar el nombre por el de Santísimo Redentor, no hubo ninguna dificultad y sí más bien una consonancia con lo que ya aparecía en el escudo: “COPIOSA APUD EUM REDEMTIO” [sic]. Esta frase, tomada del salmo 129, la comenta san Alfonso enfatizando la obra de Jesucristo, “fundamento de toda nuestra esperanza”, en el plan de Dios: “que puede redimirnos con medios abundantes de todos nuestros males porque su misericordia es infinita” (Traducción de los salmos). Desde 1749 somos en la Iglesia la CONGREGACIÓN DEL SANTÍSIMO REDENTOR.
Las actuales Constituciones colocan a Jesucristo Redentor en el corazón de nuestra tarea pastoral y de nuestra vida: “Llamados a continuar la presencia de Cristo y su misión redentora en el mundo, los redentoristas eligen la persona de Cristo como centro de sus vidas y se esfuerzan por intensificar de día en día su comunión personal con Él. El mismo Redentor y su Espíritu de amor se hacen así presentes en el corazón de la comunidad para ir formándola y sustentándola” (const. 23). Así que la persona de Cristo Redentor es nuestra opción de vida, es la razón de ser de nuestro apostolado, es el corazón de la comunidad, es (especialmente en la Liturgia) la fuente de nuestra vida espiritual (cfr. const. 29).