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Por: P. José Silvio Botero G., C.Ss.R.

El Concilio Vaticano II fue enfático en hacer referencia a la vocación a la perfección cristiana como un derecho y un deber de todos los bautizados. “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: ‘porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación’” (Lumen Gentium n. 39). Hasta el concilio, normalmente se hablaba de santidad, de perfección cristiana, para los obispos y los religiosos y personas consagradas; los demás bautizados eran llamados a salvarse simplemente. El concilio, retomó la consigna dada por Dios ya desde el Antiguo Testamento – “sed santos como Yo soy Santo”- (Lev. 11,44). Ya mucho antes del concilio, un gran Doctor de la Iglesia –San Alfonso María de Liguori- había insistido en la vocación universal a la santidad. 

Hay un hecho significativo a destacar a este propósito: si se observa con atención el catálogo de los santos, se percibirá claramente que el número de los cristianos elevados al honor de los alteares, en su gran mayoría presenta el nombre de Papas, obispos, sacerdotes y religiosos (as); los laicos son una reducida minoría. Cuando se realizaba el Sínodo sobre la familia (1980), algunos obispos propusieron al Papa clausurar el sínodo con la canonización de una pareja de esposos; Juan Pablo II estuvo de acuerdo y ordenó iniciar el proceso establecido; el sínodo terminó sin que fuera posible realizar este buen proyecto. Solo algunos años después este mismo Papa elevó a los altares como Beatos a los esposos Quattrocchi’ y otros esposos más. 

Tradicionalmente se ha aludido a esta vocación de la santidad bajo el nombre de ‘espiritualidad’; el mismo Concilio Vaticano II inició una obra de renovación en este campo, empleando más frecuentemente los términos de ‘perfección’, de ‘santidad’ para referirse a la espiritualidad. Con este cambio quería el concilio superar la dicotomía de otro tiempo entre ‘alma y cuerpo’, entre ‘espíritu y materia’; hoy se insiste en la totalidad de alma-y cuerpo, refiriéndonos a un cuerpo espiritualizado o a un espíritu corporeizado.  

La Constitución dogmática Lumen gentium del concilio, refiriéndose a ‘la santidad en los diversos estados’ (clérigos, laicos), alude expresamente a la pareja y familia cristiana: “los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa y se entregó A Sí mismo por ella” (Lumen Gentium, 41). 

Fundamentos de la perfección cristiana de los esposos y padres de familia. 

Familia Iglesia doméstica

La perfección cristiana que se intenta inculcar entre esposos y padres de familia tiene unas bases sólidas; no se trata de inventarle un apoyo ficticio.  

1. Un primer fundamento lo encontramos en la participación que tiene la pareja y la familia en el ser de la misma Trinidad divina. Esta es una reflexión, en buena parte, nueva, si bien algunos Padres de la Iglesia Oriental ya habían apuntado a ella.  

Que la pareja—familia sea imagen de Dios se comprueba desde  varios aspectos: como la Trinidad, también la familia se compone de padre, madre e hijo; como la Trinidad que es una comunidad de amor y de vida, igualmente la pareja-familia; la Trinidad se conforma por las relaciones interpersonales de conyugalidad (Cristo-Esposo de la Iglesia), paternidad-maternidad (Dios que es Padre y Madre al mismo tiempo), de filiación (el Verbo Hijo del Padre), del vínculo de amor que inspira el Espíritu que une a las divinas Personas.  

Hoy es frecuente escuchar que se dice de la familia que es ‘icono de la Trinidad’, es decir su ‘imagen’. Juan Pablo II, celebrando la Fiesta de la Sagrada Familia (30 diciembre 1988) dijo: “no hay en este mundo otra imagen más perfecta, más completa de lo que es Dios: unidad, Comunión. No hay otra realidad humana que corresponda mejor a este misterio divino que la familia.  

2. Un segundo Fundamento lo constituye la famosa expresión de S. Juan Crisóstomo dirigiéndose a esposos y padres de familia: “hagan de sus familias una pequeña iglesia (una iglesia doméstica)”. En la Tercera Unidad (‘La Familia cristiana en la Tradición eclesial’) de este Curso de Pastoral Familiar se desarrolló con cierta amplitud este tema. Juan Pablo II acudió repetidas veces en la Familiaris consortio a esta categoría de ‘la familia como ‘pequeña iglesia’.  

La Constitución dogmática Lumen gentium afirma que “en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la iglesia, se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole y por eso poseen su propio don, dentro del pueblo de Dios, en su estado y forma de vida” (n. 11). Igualmente, el Decreto conciliar sobre el apostolado laical –Apostolicam actuositatem– afirma que “la familia cumplirá esta misión si, por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios, se ofrece como santuario doméstico de la iglesia; si la familia entera se incorpora al culto litúrgico de la iglesia; si, finalmente, la familia practica el ejercicio de la hospitalidad y promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos” (n. 11).  

3. Un Tercer Fundamento radica en la misma misión que compete a la pareja-familia dentro de la iglesia. La exhortación apostólica Familiaris consortio ha explicitado la misión de la familia cristiana en tres funciones: evangelizar, dar culto a Dios y servir al prójimo. Llevando a cabo la triple misión de evangelizar, dar culto y prestar el servicio de la caridad, la pareja-familia se convierte en profecía viviente, en alabanza perenne a Dios y en donación a los hermanos en el servicio pastoral. Los mismos esposos y padres de familia serán profecía, anuncio vivo del Evangelio el uno para el otro si de palabra y con obras son testimonio de vida cristiana; si, como enseña la Apostolicam actuositatem, son “para sus hijos y demás familiares cooperadores de la gracia y testigos de la fe” (n. 11). 

La Iglesia es sensible a las nuevas realidades de la familia

En otro tiempo se pensó que la perfección cristiana debía ser una huída del mundo (‘fuga mundi’); hoy se piensa todo lo contrario: es insertándose en la realidad temporal como el laico (varón y mujer) debe operar su santificación, como individuo, como pareja, como familia. El decreto conciliar Apostolicam actuositatem afirma: “en este campo, los seglares pueden ejercer el apostolado del compañero con el compañero. Es aquí donde se complementa el testimonio de la vida con el testimonio de la palabra” (Apostolicam actuositatem,13).  

Ha sido a partir del Concilio Vaticano II cuando se ha iniciado en serio esta toma de conciencia de la llamada universal a la santidad. A esto ha contribuido, en buena medida, el relieve dado a la teología de los laicos iniciada por Yves Congar en los preludios del concilio. La preeminencia de la jerarquía y del clero sobre el laicado había generado la discriminación de éstos aun en este derecho fundamental del cristiano como es la santidad. El paso de una concepción de la iglesia como ‘ecclesia docens’ (la iglesia que enseña=jerarquía y clero) y ‘ecclesia discens’ (la iglesia que aprende=el pueblo de Dios) a la concepción conciliar de la ‘iglesia comunión’, ha obligado a superar viejas concepciones discriminatorias.  

Las parejas y familias cristiana realizan el deber de la perfección cristiana de múltiples maneras, todas ellas en forma complementaria; es decir, una no excluye a las otras: la oración, el testimonio de vida, la evangelización según los diversos canales o medios de difusión, la acción caritativa en sus variados modos, etc. La práctica pastoral, vigente hoy día, parece excluir de la posibilidad de la perfección cristiana a las personas que viven en situación irregular de pareja (a los divorciados vueltos a casar, por ejemplo). Se les excluye de poder servir como padrinos en los sacramentos del bautismo y de la confirmación, de la participación y admisión a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía; se les excluye del servicio como catequistas, del servicio litúrgico de la proclamación de la palabra de Dios, etc. 

No parece tan oportuna y evangélica esta exclusión a priori. La llamada universal a la perfección cristiana, hecha por el Concilio Vaticano II, en principio, no excluye a nadie, a no ser que una persona en concreto ella misma se excluya por razón de su actitud de rechazo o de pertinacia en el pecado o en el error. Siempre será conveniente tener presente que toda ley conlleva excepciones. 

A este propósito, el Directorio de Pastoral Familiar de la Iglesia italiana alude al hecho de que quienes viven en situación irregular dentro del matrimonio “no están en plena comunión sacramental con la iglesia” (n. 197). Esta exigencia de ‘plena identificación con la iglesia’ merece una matización: en sintonía con el principio de la gradualidad, se debe afirmar que también esta identificación se realiza progresivamente, no en forma automática, mágica. Por tanto, a las personas implicadas en situaciones irregulares debe animárseles a entrar en un proceso de acercamiento progresivo a la perfección cristiana.  

Familia y seguimiento de Jesucristo

La misma Familiaris consortio hace referencia a ese acercamiento gradual: “los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales situaciones y sus causas concretas, caso por caso, se acercarán a ellas con discreción y respeto (…) de tal manera que pueda allanarles el camino hacia la regularización de su situación” (Familiaris consortio, 81).  

La pastoral matrimonial con estas situaciones irregulares no deberá ser tanto la aplicación de las normas canónicas, sino y sobre todo, la aplicación de la consigna que Juan Pablo II sugiere: “es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y  prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia aquellas familias que a menudo e independientemente de la propia voluntad, o apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza, tienen que afrontar situaciones objetivamente difíciles” (FC. n. 77). 

“Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad”, afirma Juan Pablo II (FC, 34). Es responsabilidad de toda la comunidad eclesial crear las condiciones favorables para que todos los bautizados puedan acceder gradual y progresivamente a la perfección cristiana a la que todos estamos llamados por el mismo Señor. Puede suceder que alguien nos recuerde la sentencia evangélica: “esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos pretenderán entrar y no podrán” (Lc. 13,24).  

A esto responde San Alfonso María de Liguori, un gran maestro de vida espiritual que afirmaba a este respecto: “no siempre la vía estrecha es la que salva”. La Carta encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia (1980) –Dios rico en misericordia- en alguna forma da la razón a S. Alfonso: “es necesario constatar que Cristo al revelar el amor—misericordia de Dios exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico” (Dives in misericordia, 3).