image_pdfimage_print

Segundo Domingo de Cuaresma – Comentario dominical – 5 de marzo de 2023

Ciclo A: Mt 17,1–9

P. Pedro Pablo Zamora Andrade, C.Ss.R.

Introducción

El relato de la transfiguración según san Mateo, que nos propone la liturgia de la Iglesia católica para nuestra reflexión en este segundo domingo de cuaresma, lo podemos leer de varias maneras:

  1. Según su ubicación en el contexto del evangelio. Según la ubicación del relato en el contexto del evangelio mateano, la transfiguración acontece antes de la pasión y muerte del Señor Jesús. El objetivo del texto sería confirmar en la fe a los discípulos para que no desfallecieran ante el drama de la pasión y de la muerte del Maestro. Si ese era el objetivo del hecho, no se cumplió. Marcos nos cuenta, por ejemplo, que en el momento del prendimiento del Señor Jesús en el huerto de los Olivos, todos los discípulos lo abandonaron (14,50).
  1. Según el tiempo litúrgico de la cuaresma. Después del domingo de las tentaciones (primera semana), el catecúmeno, es decir, el candidato a ser cristiano la noche de la pascua, está llamado a una transformación (segunda semana). Este proceso implica subir; es decir, esforzarse, exigirse, esmerarse.
  1. Según la interpretación teológica del prefacio de la misa. El texto dice así: Quien, después de anunciar su propia muerte a los discípulos, les manifestó su gloria en el monte santo, para que constara, además, por el testimonio de la ley y los profetas, que era necesario pasar por la pasión para llegar a la resurrección. En resumen: «Por la cruz se va a la luz». «Quien quiera celeste, que le cueste», dice un adagio popular. En otras palabras, lo que verdaderamente importa, exige un esfuerzo más.    

Comentario

El Señor Jesús tomó consigo a sus discípulos más íntimos y los llevó a una montaña alta. No es la montaña a la que lo llevó el tentador para ofrecerle el poder y la gloria de todos los reinos del mundo. Es la montaña en la que sus más íntimos amigos descubrirán el camino que lleva a la gloria de la resurrección.

El rostro transfigurado del Señor Jesús resplandecía como el sol y manifestaba en qué consistía la verdadera gloria. No provenía del diablo, sino de Dios, su Padre. Esa gloria no se alcanza mediante el poder mundano, sino por el camino paciente del servicio oculto, el sufrimiento y la crucifixión.

Junto al Señor Jesús aparecieron Moisés y Elías, como representantes de la Ley y los profetas. No tienen el rostro resplandeciente, sino apagado. No se pusieron a ensenar a los discípulos, sino que conversaban con el Señor Jesús. La Ley y los profetas están subordinados a él.

Sin embargo, Pedro no logró intuir el carácter único del Señor Jesús: «Si quieres haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Coloca al Señor Jesús en el mismo plano que a Moisés y Elías. A cada uno le quiere asignar una choza. No sabe todavía que al Señor Jesús no hay que equipararlo con nadie.

Tal vez, por eso, es Dios mismo quien lo interrumpe para que no se siga equivocando más. “Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió, y salió de la nube una voz que decía: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco; escúchenlo»”. Es al Señor Jesús al que hay que escuchar. A nadie más. Él es la nueva ley; él es el profeta escatológico que Dios envió al mundo para comunicarnos las mismísimas palabras de Dios. Él es la Palabra hecha carne, hecha historia.

La reacción de los discípulos fue caer por el piso, llenos de espanto. Esa era la reacción que producía el Dios del Antiguo Testamento: el Dios que hablaba desde la nube, que pedía obediencia y sumisión. Por eso, es el mismo Señor Jesús quien los libera de la situación de pánico en la que se encuentran los discípulos. Los tocó, como tocaba a los enfermos, y les dijo: «Levántense, no tengan miedo».

Aplicación pastoral

El término que emplea Mateo para hablar de «transfiguración» es el término griego μετεμορφώθη (fue transformado). El término proviene del sustantivo femenino μεταμόρφωσις (transformación). Por tanto, transfiguración, transformación y conversión, son términos equivalentes.

La pregunta que aquí nos interesa responder, teniendo como trasfondo el texto mateano, es la siguiente: ¿Cómo puede un cristiano vivir su propia transfiguración en este tiempo de cuaresma, y a lo largo de su vida? El texto propone dos medios; nosotros agregamos un tercero, teniendo como apoyo, la misma experiencia ascética y penitencial de la Iglesia católica a lo largo de los siglos.

A través de la oración. El Señor Jesús subió con tres discípulos (Pedro, Santiago y Juan) a un monte alto. La tradición, desde la época de los cruzados y algunos peregrinos como Egeria, lo han identificado con el monte Tabor; pero el texto no precisa nada al respecto. Además, los montes en Israel no abundan, y los pocos que hay, no son de gran altura.

Un lugar alto es siempre anuncio de la cercanía de Dios. Por eso, hay tantos santuarios y capillas construidos en lugares altos. San Agustín nos advertirá que Dios es más amigo de las profundidades que de las alturas; por eso, el ser humano tendrá que bucear dentro de sí mismo, porque «Dios es más íntimo que mi misma intimidad».

Es allí donde el Señor Jesús es transformado o transfigurado. Sin duda, no se trata de nuestras habituales formas de oración (adoración o alabanza, acción de gracias, perdón, petición). Se trata de una oración que podríamos llamarla «salvífica» o «transformante». Es la oración a través de la cual permitimos a Dios ser Dios. Aquí vale la metáfora del alfarero y la arcilla que encontramos en el libro del profeta Jeremías (18,1-6). La oración nos pone dóciles para que Dios, el Alfarero divino, pueda trabajar nuestro barro. Solamente así será posible que Dios quite las aristas, enderece nuestras torceduras y haga una obra semejante a la de su Hijo Jesús.

A través de la escucha de la palabra de Jesús. Así lo pide la voz de Dios Padre que viene desde la nube: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escúchenlo». Jesús de Nazaret es el Hijo amado del Padre Dios porque escucha su Palabra, la interioriza y la pone por obra. Un proceso similar tenemos que vivir cada uno de nosotros con la enseñanza que hemos recibido del Señor Jesús a través de su palabra y de su particular estilo de vida. Él es el Verbo de Dios encarnado; Él pronuncia y encarna las mismas palabras de Dios.     

A través de las prácticas cuaresmales. La tradición eclesial siempre ha recurrido a las prácticas ascéticas (ayuno, penitencia, disciplina…) para que el ser humano comience dominando su cuerpo y, por ahí, ir adquiriendo dominio sobre sus pasiones, sus vicios, sus debilidades, sus defectos, etc.   

El ayuno siempre se había mirado desde esta perspectiva ascética, pero hoy se enfatiza su dimensión social o caritativa. Apoyados en aquel texto veterotestamentario, según el cual, el ayuno que el Señor Dios quiere es que compartamos el pan con el hambriento (Is 58,7), estamos más que convencidos que nuestras privaciones voluntarias tienen que atender a la gente necesitada que nos rodea.

Conclusión

He aquí todo un programa para unir nuestra propia conversión a la transformación o transfiguración del Señor Jesús. La liturgia nos invita a subir con el Señor Jesús a la montaña de la cuaresma para vivir nuestra propia transformación. Subir es, sin duda, más difícil que bajar. Ser virtuoso es más exigente que ser vicioso.

Es probable que existan otros medios para vivir esta experiencia de metanoia en compañía del Señor Jesús. Pero quedémonos con estos tres elementos para no alargar la lista. Si los practicamos con constancia y disciplina, es más que probable que produzcan en nosotros los cambios que buscamos. Semejante al enfermo que se toma la medicina y comienza a curarse, intensifiquemos la oración, meditemos y pongamos en práctica el Evangelio y, finalmente, dediquémonos a las prácticas ascéticas y de caridad. Todo eso en su conjunto nos capacitará para vivir en constante conversión. Amén.