Por: Hipólito Neira García y Gehiner Ferley Sierra Rincón (Noviciado Redentorista San Alfonso, Bogotá)
Mayo, mes en el que de una manera muy especial recordamos o deberíamos recordar la importancia que por décadas han tenido y la siguen teniendo nuestras madres, sobretodo con ese talante y carácter en cada proceso de las diferentes estapas de nuestro desarrollo y formacion humana-espiritual muy arraigada en la sociedad. No podemos además dejar pasar por alto la “figura maternal por excelencia” de nuestra madre espiritual la siempre Virgen María, cuya presencia en la tierra la conmemoran muchas ciudades y paises del mundo, bajo una infinidad de advocaciones por las cuales ella se nos ha dado a conocer; de manera muy especial en este mes la recordamos bajo la advocación de Virgen de Fátima, cuya fiesta celebramos el 13 del presente mes.
Una madre siempre anhela lo mejor para sus hijos, y no se cansará en educarlos e instruirlos hasta verlos desarrollados y formados en buenos valores para que no se pierdan en los malos caminos y/o hábitos, sino por el contrario sean hombres y mujeres brillantes, pero sobretodo hombres de bien dentro de la sociedad. Para ilustrar el texto con un pequeño ejemplo, situaremos a nuestro gran y admirable santo: Alfonso María de Ligouri o “Fonsito” como lo llamaba su padre. (Mermet, 1985, p. 100). Doña Ana Cavalleri, la mamá de Alfonso, se caracterizaba por ser una mujer de oración, amable con los pobres, atenta a Dios y a sí misma pero sobre todo atenta al cuidado de sus hijos y de sus deberes como esposa. Por eso Ella misma se encargó de la educación de su hijo tal como Mermet (1985) nos lo cuenta: “Según avanzaba Alfonso en años, así crecía la solicitud de su madre. No contenta con lo que él aprendía bajo la guía de los exelentes sacerdotes oratorianos, y particularmente de su confesor, el P. Tommaso Pagano, ella misma lo instruía prácticamnete en el modo de saber orar y en los deberes propios de un caballero cristiano: le inspiraba el horror al gran mal que en sí es el pecado, al infierno que se merece y la pena que la menor ofensa causa al corazón de Jesucristo. Todo hacía impresión en san Alfonso”(p.34). Ya conocemos por la historia en la clase de persona en que se convirtió Alfonso y por lo cual llegó a ser venerado en los altares; nada de esto hubiera sido posible sin la doble figura maternal, es decir la de doña Ana y la Santísima Virgen María.
Así mismo, cabe destacar que la Virgen María estuvo presente en el nacimiento tanto del Redentor como de la Iglesia; ella siempre estuvo disponible a la acción del Espíritu Santo tal como nos lo constata el Evangelista Lucas (1,35) cuando el ángel enviado por Dios le revela que: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo cual, aquel que nacerá de ti será Santo e Hijo de Dios”. Con su aceptacion, es decir con ese (fiat) hágase, María participa en el fiel cumplimiento del plan salvífico de Dios, para con los hombres. Y, los Hechos de los apóstoles (1, 14) nos manifiesta que “Todos ellos perseveraban juntos en la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos”. Podemos comprender en este pasaje bíblico que la presencia de María ocupa un lugar y un pilar fundamental como figura de mujer de oración en los comienzos de de las primeras comunidades cristianas.
Ahora, nosotros nos preparamos con fe, esperanza y alegría para celebrar Pentecostés y al recordar la figura Maternal de nuestra Madre del cielo nace una invitación especial para cada uno de nosotros: dejarnos acompañar por la Virgen María cómo lo hizo Alfonso y los apóstoles para recibir el Espíritu Santo en nuestras vidas y obtener la fuerza necesaria para emprender una vida en el Espíritu, que sigue a Cristo Redentor para ser testimonio del Evangelio en un mundo herido.