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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Comentario social

6 de noviembre de 2022

Ciclo C: Lc. 20, 27-38

Por: P. José Pablo Patiño Castillo, C.Ss.R.

De Blaise Pascal, notable científico, se dice que se conmovía hasta las lágrimas al leer este pasaje del evangelio. Pensar que él estaba llamado a entrar en la lista de los amigos eternos de Dios, junto a Abrahán, Jacob, Isaac… Todo porque “Dios es Dios de vivos no de muertos”. Los saduceos, “que dicen que no hay resurrección”, mediante un cuento forzado, pretendieron poner en ridículo a Jesús que anunciaba una vida después de la muerte. Opinaban que la vida futura era una mera prolongación de la existencia terrena, con las ataduras propias de la materialidad.

Jesucristo dice claramente que la vida en la eternidad junto a Dios será como la de “los ángeles e hijos de Dios”. Pablo, el apóstol escribe en 1 Cor. 15, 44, que “se siembra un cuerpo animal y resucita un cuerpo espiritual”. “Todos seremos trasformados”, termina diciendo con júbilo.  Creer en la Resurrección de Jesucristo, y en la nuestra, con fundamento en la de Cristo, ha sido la base de la fe y el seguimiento de Jesucristo a través de la historia de la Iglesia y de los cristianos. A los mismos apóstoles, la experiencia de Jesús resucitado los ayudó a superar la prueba de la muerte y el “fracaso” que supuso la condena y crucifixión de su maestro. En esa misma fe y testimonio apostólico se asienta firme como roca el compromiso cristiano por más de dos mil años.                                                                                                     

En realidad, la convicción de la resurrección de Cristo y de los cristianos tiene su raíz en la misericordia y el amor del Padre. Si creemos que Dios nos ha dado la vida, ya desde su comienzo, con amor y sabiduría, es imposible pensar que ese Dios, bueno y sabio, hubiese dejado su final en el olvido, peor aún, en la nada. Tanta sabiduría y tanto amor para nada, es indigno pensarlo de Dios y de su mejor obra. Y, sobre todo, tenemos la palabra y la decisión de su Hijo: “!Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia!” Jn. 10, 10b). La vida para siempre es parte, la parte mejor, de la vida en abundancia. Decía san Agustín: “Nos creaste, Señor, para ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti”.                                                                                

Creemos en la resurrección, dice alguien, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño dentro de la madre, antes de nacer: ¿qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que le espera, aunque él no puede imaginarla. Una vida que ya vive de alguna manera en el seno materno”.  “Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos. Tampoco puede imaginar que la vida junto a Dios consista en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo. Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes viven sufriendo, es fácil pensar solo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza” (Pagola)

Compartamos, pues, la alegría de aquel piadoso sabio francés; pero, sobre todo, dejemos que la promesa de Jesucristo nos inunde de alegría y de fuerza de vida para ser generosos discípulos suyos. Y que esa promesa de Jesús nos llene de sentido y esperanza la existencia, de modo que la entreguemos precisamente para colaborar en hacer de este mundo un lugar amable para todos. Vivir en la fe y la esperanza de la vida futura en el hogar y la vecindad, en el trabajo y en la sociedad, será el mejor modo de construir la vida definitiva en Dios. Así nos esforzaremos en madurar nuestra libertad y ayudar a la de todos los seres humanos… La vida que Dios nos regala. Compartamos este gozo y esperanza con quienes nos encontremos este domingo.

“…es precisamente la Resurrección la que nos abre a la esperanza más grande, porque abre nuestra vida y la vida del mundo al futuro eterno de Dios, a la felicidad plena, a la certeza de que el mal, el pecado y la muerte pueden ser derrotados. Esto nos lleva a vivir con mayor confianza las realidades cotidianas, a afrontarlas con valentía y con empeño. La Resurrección de Cristo ilumina con una luz nueva estas realidades cotidianas ¡la Resurrección de Cristo es nuestra fuerza!” (Papa Francisco).