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Por: P. Rogério Gomes, C.Ss.R.

Consultor General Misioneros Redentoristas

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El mundo posmoderno está marcado por el ruido. Del cielo a la tierra nos afecta de diferentes maneras. Es una consecuencia del progreso que aporta sus beneficios, pero también sus ambivalencias, y esto afecta a nuestra salud con el paso del tiempo. El hecho es que hemos aprendido a convivir con tanto ruido y cuando nos enfrentamos al silencio, no sabemos cómo afrontarlo o incluso tenemos miedo. “¡La dimensión del silencio es profunda! Tan profunda que asusta, atemoriza y angustia. Estos factores provienen del cuestionamiento que él nos impone. Tiene el poder de situarnos ante nosotros mismos y esto provoca el miedo a la confrontación, ya que no nos conocemos”.[1]   Ante esto, creamos un subterfugio, ponemos una música, tocamos la guitarra, encontramos la manera de despedir rápidamente a este inquietante huésped de nuestra morada interior y esto puede hacernos superficiales a lo largo de nuestra existencia.

Los Padres del desierto, los grandes místicos y los sabios eran discípulos del silencio. Veían en ello una profunda pedagogía para comprenderse a sí mismos, domando sus propios instintos interiores y alcanzando el equilibrio fundamental para la experiencia mística. Según Anselm Grün, “místico es aquel que experimenta a Dios. Y Dios puede ser experimentado por cualquiera. Sólo tiene que abrir sus sentidos. Debe vivir conscientemente lo que experimenta cada día, y en todo, en el silencio y en el ruido, en la quietud y en el trabajo, buscar el misterio de Dios. El núcleo de la mística es la experiencia. Literalmente significa que he observado algo, que he tenido una profunda conciencia interior”.[2] En este sentido, el silencio es la posibilidad de abrir nuestros sentidos para escuchar la voz de Dios en nuestro propio corazón. Esta apertura nos da la sensibilidad para percibir la acción de Dios a nuestro alrededor.

No se puede medir la acción de silenciarse. Sin embargo, una experiencia profunda de silencio se compone de al menos cinco etapas: kenótica (vaciamiento de sí mismo), ontológica (conocimiento del propio ser), mistagógica (búsqueda del misterio de nosotros mismos y de Dios), antropofánica (manifestación de nuestro ser en el mundo a través de nuestra acción transformadora) y teofánica (manifestación de Dios en nuestro ser).[3]  En este sentido, la importancia del silencio no tiene solamente una función espiritual, sino que es una necesidad que tenemos para que nuestro interior pueda respirar. Es una función curativa.

Por eso, es fundamental que cada uno de nosotros pueda crear oasis de silencio en medio de los ruidos del mundo. No es imposible; basta sólo encontrar un espacio para hacerlo, y con la práctica constante, es posible estar en silencio en medio del ajetreo y el ruido de una ciudad. Crear este espacio para nosotros es importante para tomar conciencia de nosotros mismos, para descansar, ya que vivimos bajo el estrés diario, para confrontarnos con nuestras actitudes, revisarlas y pensar sobre aquellas que deben ser mejoradas y, finalmente, para intensificar nuestra dimensión espiritual desde una entrega a Dios que actúa en nuestro ser. Allí, en nuestro silencio interior, el Creador va modelando nuestro ser y nos ayuda a ser mejores cada día. No tengamos miedo al silencio…


[1] GOMES, Rogério. Em busca de um caminho interior. Os diversos modos de se encontrar com Deus e consigo mesmo. Aparecida: Santuário, 2017, p. 67.

[2] GRÜN, Anselm. La cura dell’anima. L’esperienza di Dio tra fede e psicologia. Milano: Paoline, 2004, p. 170.

[3] Cf. GOMES, Rogério. Em busca de um caminho interior, p. 69-77.