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XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

Comentario dominical

2 de octubre de 2022

Ciclo C: Lc. 17, 5-10

Por: P. José Rafael Prada Ramírez, C.Ss.R.

Los apóstoles le piden al Señor que aumente su fe. Sienten que hasta el momento la fe que han adquirido en su religión judía no es suficiente para comprender y vivir esa nueva manera de relacionarse con Dios y con el prójimo que les propone su Maestro.

Jesús les responde con el símil de un granito de mostaza y con la capacidad de decir a una morera “¡plántate en el mar! Y les obedecería”. En el fondo el Señor les dice que no se trata tanto de cantidad como de calidad. Lo decisivo es reavivar en nosotros una fe vida y fuerte en la persona de Jesús, de lo contrario nuestra fe no pasará de ser menos que un granito, y perderá la oportunidad de transformar el mundo que nos rodea.

En definitiva, la fe no consiste en creer algo, o en seguir ritos y ceremonias, o formalizar adecuadamente dogmas y fórmulas, sino en creer en Jesucristo, muerto y resucitado, que nos invita a ser sus discípulos desplegando en nuestra vida las actitudes que Él vivió.

Cuando profundizamos humildemente en el tema de la fe cristiana, pronto nos daremos cuenta que ésta no consiste en saber muchas cosas, sino en abandonarnos confiada y definitivamente en las manos de Jesucristo, Dios y Hombre que manifiesta en sí lo mejor de la humanidad y la inmensidad inescrutable de un Dios que va más allá del cosmos, del universo o de los multiversos, pero que tiene en cuenta nuestra ínfima pequeñez y nos ama, nos cuida y nos perdona.

Esto no es fácil para el hombre de hoy, el del siglo XXI, enamorado de los progresos de la ciencia, del relumbrón de la tecnología, del progreso que a cada momento ve germinar ante sus propios ojos.

Quien cree o comienza a creer, inicia también un árduo viaje en la mezcla de dudas y consuelos. Dudas, porque nunca poseeremos toda la verdad y somos limitados a pesar de nuestra grandeza de ser creados “a imagen y semejanza de Dios”; consuelos, porque a cada paso nos encontraremos con la bondad y el amor de Dios que, en el momento menos esperado, responde desde nuestro corazón a las necesidades y peligros que vamos encontrando en nuestro caminar. Por eso de duda en duda, y de consuelo en consuelo, iremos madurando en la fe.

En definitiva, el mayor problema que tiene el ser humano es entregarse totalmente en las manos de quien lo ha creado con tanto amor y dedicación. Porque este munco tecnológico, lleno de maravillas y placeres cada día más a la mano de todos, nos invita a darle la espalda al Señor, y a vivir el momento presente de placer y dominio, olvidando la presencia amorosa de un Dios que nos llama a cada momento de nuestra vida, sean éstos de placer y de gozo, o también de dolor y dificultad.

¿Y cuál va a ser la prueba de que aumentamos en la fe? La respuesta es contundente: ¡si oramos! En la oración manifestamos nuestra propia finitud, porque somos débiles y pecadores, pero también aceptamos el amor y poder de Dios que nos alza en sus brazos amorosos, nos acompaña en nuestras penas, y nos hace caminar confiados en la oscuridad.

En definitiva, hacemos nuestras las palabras de un teólogo contemporáneo: “La fe «sucede» en nuestro interior como gracia y regalo del mismo Dios. La persona «sabe» que no está sola, y acepta vivir de esa presencia oscura, pero inconfundible, de Dios” (Pagola).