Por: P. Edward Julián Chacón Díaz
Las Escrituras hablan repetidamente de la experiencia de la migración. En el Antiguo Testamento Abraham, llamado por Dios desde su tierra natal a constituir una nueva nación; en el Nuevo Testamento la Sagrada Familia que huyó de Herodes y vivió durante un tiempo como refugiada en tierra extranjera. La primera lectura de la liturgia de este día expone un caso similar. El pueblo israelita que andaba en el desierto estaba en condición de migrante. Caminaban con el dilema de la añoranza y la esperanza: el recuerdo de Egipto y la ilusión de establecerse en una tierra desconocida.
El desierto desde el contexto bíblico es comprendido como un escenario de prueba. La travesía de tantos inmigrantes que hoy dejan sus lugares de origen por diversas circunstancias se ven afectados por factores sociales, geográficos y políticos, que podíamos comparar con las serpientes que ataca-ron a los hebreos. La indiferencia, la corrupción, la xenofobia y otros fenómenos ético-sociales han influido en la acogida del forastero. Nuestra actitud ha de ser como la del samaritano o de la indígena que encontró al Milagroso, y que descubrió en el rostro del necesitado la presencia de Cristo crucificado.
En consecuencia, debemos evitar identificarnos con las divisiones artificiales que separan a una persona de otra, fraccionamientos que se hacen visibles con demasiada frecuencia en aspectos tales como la clase económica o la procedencia étnica. Siempre debemos comportarnos con los demás en de tal manera que se respete su dignidad humana. Estamos llamados a seguir el camino que Dios dispuso para nosotros y seguir el ejemplo de Cristo, “quien, a pesar de su condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo y tomó la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.” (Flp 2, 6ss).
Acoger al forastero tiene un lugar central en el desarrollo de la tradición judeocristiana. Incluso hay una obra de misericordia: dar posada al peregrino. Desafortunadamente nos cuesta aceptar la diferencia. Entonces, la intolerancia se convierte en veneno que afecta los sentimientos y la conciencia de la sociedad. Estamos llamados a seguir el ejemplo de Jesús, quien en el Evangelio atendió al fariseo Nicodemo, al publicano Zaqueo, al centurión romano, a la mujer sirofenicia y a tantos personajes divergentes, que son ejemplos de comunión y fraternidad.
Por ende, el Evangelio no es ajeno a ninguna cultura, raza o pueblo, porque construye su hogar en la diversidad y debido a eso toda raza, idioma y pueblo, están llamados a convertirse en hijos dl mismo Padre por medio del bautismo. Nuestra unidad no se basa en orígenes comunes, lengua o cultura. Nuestra unidad representada en la cruz se basa en una sola fe, un bautismo común y un único Señor que llama a toda la humanidad a la gloria del cielo por medio de su pasión, muerte y resurrección.
Finalmente, como Iglesia necesitemos no sólo de campañas mediáticas y de acciones de incidencia política en favor de las personas migrantes más vulnerables, sino también una mirada que impregne desde la misericordia la vida ordinaria de la humanidad, nuestros corazones y los de nuestras comunidades, que nos mueva a la acción, como nos invita el propio Papa Francisco:
“A través de los migrantes, el Señor nos llama a una conversión, a liberarnos de los exclusivismos, de la indiferencia y de la cultura del descarte. A través de ellos, el Señor nos invita a reapropiarnos de nuestra vida cristiana en su totalidad y a contribuir, cada uno según su propia vocación, a la construcción de un mundo que responda cada vez más al plan de Dios”.