Por: P. Laureano Hurtado Castaño, C.Ss.R.
- Dimensión Antropológica: Al abordar este Sacramento del Orden Ministerial nos encontramos ante una situación antropológica bastante peculiar ya que se trata de personas diferentes al tratarse de diáconos, o presbíteros o de obispos. El proceso de preparación de las etapas formativas supone experiencias de maduración y de responsabilidad asumidas de modo personal.
El CDC señala sobre los ordenandos: “Sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” “Para la lícita ordenación del presbítero o el diácono se requiere que, tras realizar las pruebas que prescribe el derecho, el candidato reúna, a juicio del Obispo propio o del Superior mayor competente, las debidas cualidades, que no le afecte ninguna irregularidad o impedimento, y que haya cumplido los requisitos previos, a tenor de los cánones (1033-1039); es necesario además, que se tengan los documentos indicados en el canon 1050 y que se haya efectuado el escrutinio prescrito eln el canon 1051. Y más adelante indica que “únicamente debe conferirse el presbiterado a quienes hayan cumplido veinticinco años y gocen de suficiente madurez, dejando además un intersticio al menos de seis meses entre el diaconado y el presbiterado” (CIC 1031). Todo lo anterior supone que previamente existan estos aspectos:
- Vocación aceptada y reconocida. Ya que el sacramento supone haber acogido previamente la llamada de Dios a este ministerio, y que sea verificad y reconocida en la Iglesia a través de sus encargados. La ordenación es el momento de reconocimiento de esa vocación particular y que en definitiva es respuesta a la Gracia de Dios que llama al seguimiento radical.
- Consagración. Es lo que se expresa a través de los signos que la acompañan: imposición de las manos y unción. Quien es ordenado vive la experiencia de un Dios que lo consagra y lo constituye en su ser más hondo ministro y servidor en la comunidad eclesial.
- Representación de Cristo Sacerdote. El ordenando es cualificado de modo especial para representar a Cristo Cabeza, verdadero y único sacerdote y mediador. Se le cualifica para representar a la Iglesia, comunidad de los creyentes. Su tarea no será nunca la de suplir sino de ser servidor de los hermanos con humildad manteniendo la comunión con los hermanos.
- Aceptación de la misión encomendada. Siempre se trata de una tarea encomendada por el mismo Cristo y es propia de la Iglesia: Profetas, Sacerdotes y Reyes.
- Finalmente, es fundamental que quien ha sido escogido para tan grande ministerio nunca deberá olvidar el vivir desde la humildad y la gratitud, desde la confianza y el temor ante esa responsabilidad que asume. Acogerá con gozo agradecido junto al presbiterio que lo abraza y la comunidad que lo recibe y le manifiesta su cercanía para que pueda llevar adelante su tarea pastoral mediante este sacramento del Orden sacerdotal.
- Dimensión teológica
Para acercarnos a esta dimensión teológica del Sacramento del Orden propongo acercarnos a uno de los documentos conciliares (Vaticano II) que nos acerca a esta realidad del sacerdocio ministerial.
EL PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Naturaleza del presbiterado
El Señor Jesús, “a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn., 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que Él está ungido: puesto que, en Él, todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de El con espíritu de profecía.
Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rom., 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados los apóstoles, como El había sido enviado por el Padre, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió.
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza.
Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo. Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de forma que, santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos “como hostia viva, santa; agradable a Dios” (Rom., 12, 1). Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que “todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos el cuerpo de tan sublime cabeza”.
Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre.
Condición de los presbíteros en el mundo
Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado. Ya le imitaron los santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes, “elegido para predicar el Evangelio de Dios” (Rom., 1, 1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos. Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: “Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza” (Fil., 4, 8).
- Dimensión Pastoral

Tarea fundamental del sacerdote es ser testigo de los sentimientos de Cristo Jesús. “El presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades.” (DA 198) Estas palabras del Documento de Aparecida, las escuchamos de manera insistente en la enseñanza de Francisco, como si las quisiera dejar grabadas a fuego en el corazón de cada sacerdote.
El sacerdote no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, sino que es un hombre en medio de los otros hombres, se hace sacerdote por estar en medio de la gente. El gesto evangelizador que testimonia al Buen Pastor es la cercanía y la presencia. Ciertamente la homilía es un lugar clave para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo (Cf. Evangelii Gaudium 135), motivo por el cual, como dice el Papa en Evangelii Gaudium, debemos renovar “nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana” (EG 136). “Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia.
Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu” (EG 141). Pero el sacerdote descubre también que la elocuencia de una predicación puede llegar a través del silencio, cuando se hace presente en el dolor de una familia que llora a quien ama y ya no está, o en el pasillo de una terapia intensiva abrazando los miedos de quienes esperan una noticia que les devuelva la esperanza, y así en muchos momentos que ustedes pueden encontrar en el ejercicio del propio ministerio. De esta manera, la presencia y cercanía testimonian la ternura del amor de Dios para con su pueblo. La frase que ha quedado en el corazón del pueblo de Dios para expresar este llamado a la proximidad es “ser pastores con olor a oveja”.
Toda tarea pastoral implica la capacidad de compasión, en donde está puesto y conmovido el corazón. El corazón compasivo es moldeado en el encuentro con la vida de la gente, participando de sus alegrías, de sus fiestas, de sus dolores, de sus lágrimas, de sus gritos angustiados. No es muy difícil descubrir en el ministerio una cantera extraordinaria de vida con todo el misterio que implica. La alegría de unos jóvenes que se casan, el gozo de ver crecer en la fe a los niños en la catequesis, las mesas compartidas en donde lo sencillo de lo cotidiano se hace fiesta de encuentro, el gozo del nacimiento en la fe en cada bautismo, la enfermedad abrazada, la impotencia ante lo que no hay más respuesta que el silencio, la comunidad en su entusiasmo de crecer en comunión y misión, etc. Es en el corazón del Buen Pastor en donde encontramos la escuela de esta actitud pastoral. Jesús “al ver a la multitud, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y desorientados como ovejas sin pastor” (Mt 9,36).
La compasión implica detenerse, contemplar, escuchar y obrar. En el ministerio somos testigos de la Misericordia, del amor entrañable de Dios que no se cansará de decirle a cada hombre que lo ama. Lo somos no sólo por la misión que se nos confió, sino que también por la experiencia de la misericordia con que fuimos abrazados y sanados. Somos constantemente recreados en la misericordia. Es desafiante la Imagen de la iglesia que presentó Francisco, al mostrarla como un hospital de campaña, en donde es necesario curar las heridas, tantas heridas, “de los problemas materiales, de los escándalos, también en la Iglesia”. Misericordia significa por encima de todo curar las heridas. Lugar privilegiado para expresarla es el sacramento de la Reconciliación, que se demuestra en el modo de recibir, de escuchar, de acoger, de aconsejar, de absolver o de bendecir.
El sacerdote está llamado a testimoniar a Aquel “que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate ‹‹por muchos››” (Mt 20, 28). El ministerio, conlleva una autoridad, pero que está en función de ser servidor del Pueblo de Dios. Los Evangelios no dejan de señalar las debilidades de quienes fueron llamados a formar la comunidad apostólica, explicitando motivaciones lejanas al Reino (Cf. Mt 20, 25- 28). Es Jesús quien señala el modo y el camino con su ejemplo, tan bellamente expresado en uno de los primeros himnos cristológicos enriquecido por San Pablo: “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo…se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó.” (Fp 2, 8-9). Si somos sus discípulos, si estamos llamados a transparentar el corazón del Buen Pastor, no hay otro camino. ¿Cuáles son nuestras aspiraciones? ¿Qué deseos anidan en nuestro corazón? ¿Qué significan los demás para mí? ¿En qué medida el Reino es el centro y la pasión de mi vida? ¿Cómo ejerzo la autoridad confiada? Son preguntas que ayudan a discernir y purificar la entrega del Sacerdote. Cualquier atisbo de autoritarismo, de sentimientos de superioridad, de instrumentalización de las personas, de poco respeto a los carismas, de una mal entendida unidad confundida con la uniformidad, no solamente tendrá consecuencias que lastiman al Pueblo de Dios, sino que deformarán la belleza del ministerio, convirtiéndolo en obstáculo de la obra de Dios.
Conclusión
Los presbíteros “por la naturaleza misma de su ministerio, deben estar llenos y animados de un profundo espíritu misionero” (PDV 18), llamados a establecer relaciones de fraternidad con todos los hombres, de servicio, de búsqueda de la justicia y de la paz (Cf PDV 18). La finalidad pastoral de este ministerio, que se realiza en una amplia gama de relaciones, depende del vínculo con Dios, acogiendo a Jesucristo y viviendo según el Espíritu. El sacerdote no sólo despliega su ministerio en el servicio a la comunidad eclesial, estableciendo vínculos fraternos, sino que también se hace solícito por los que no forman parte de ella. Nos interpela la constante referencia que hace al Papa a ser una Iglesia en salida, a ser sacerdotes que estén en las calles y en la periferias sociales y existenciales.
PREGUNTAS PARA EL TRABAJO EN GRUPOS
1. Desde el ministerio vivido, ¿qué sugerencias puedes hacer a la formación permanente desde la dimensión pastoral?
2. Frente a la realidad social y eclesial en el País, ¿qué actitudes pastorales se hacen necesarias y prioritarias?
3. ¿De qué manera se realiza una pastoral de conjunto en tu Iglesia Diocesana y qué desafíos presenta?