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Comentario dominical – Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

06 de agosto de 2023

Ciclo A: Mateo 17, 1 – 09 Solemnidad de la Transfiguración del Señor

Por: Pedro Pablo Zamora Andrade, C.Ss.R.s.R.

Introducción

En este domingo, la liturgia de la Iglesia católica nos invita a celebrar la fiesta de la transfiguración del Señor Jesús. En este año 2023, que corresponde al ciclo A, el relato está tomado de san Mateo. Sin embargo, hay otras dos versiones en Marcos y Lucas, con algunos detalles que es conveniente no olvidar. Por ejemplo:

*Marcos (9,6) y Lucas (9,33) afirman que Pedro «no sabía lo que decía», detalle que omite Mateo.

*En Marcos, los discípulos se llenan de miedo antes de que la voz de Dios Padre resuene en la nube (9,6); en Lucas, cuando estaban entrando en la nube (9,34); en Mateo, después de escuchar la voz (17,6).

*En Mateo (17,3) y en Marcos (9,4) se menciona la presencia de Moisés y de Elías «conversando» con el Señor Jesús; Lucas (9,31), por su parte, nos precisa la materia de la conversación: «Comentaban la partida de Jesús que se iba a consumar en Jerusalén». Además, añade que Moisés y Elías «aparecieron gloriosos» (9,31).

*Solamente Lucas (9,32) dice que «Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño».     

*Según Mateo (17,9), el Señor Jesús «les ordenó» no decir nada a nadie hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos; en Marcos (9,9), la orden se convierte en un «encargo»; en Lucas (9,36), son los mismos discípulos los que toman la decisión de no contar a nadie lo que habían visto.

Son detalles pequeños que nos pueden parecer insignificantes, pero es allí –nos dicen los expertos– donde está el acento del mensaje según cada evangelista. Nosotros nos vamos a centrar en el texto mateano, pero sin perder de vista los pequeños detalles de los otros evangelios.

Comentario

El relato de la transfiguración según san Mateo está lleno de símbolos, y cada uno de ellos amerita –por lo menos– una pequeña alusión. Por ejemplo:

Los tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son el círculo estrecho del Señor Jesús; sus amigos más cercanos e íntimos. Ellos están presentes en los momentos más importantes de la vida del Maestro. ¿Por qué? No faltan autores que afirman lo siguiente: fueron los únicos que acompañaron al Profeta de Nazaret hasta antes de su captura en el huerto (Mc 14,33). El resto del grupo se fue dispersando por el camino (Jn 6,66). Otros autores, por su parte, proponen otra interpretación: Pedro amaba al Señor Jesús (Jn 21,17); Juan era el discípulo amado (Jn 21,20-24) y Santiago fue el primero en dar la vida por Jesús (Hch 12,13). Por eso aparecen junto al Maestro de Nazaret en los momentos importantes de su vida pública.

La montaña alta. Una tradición habla del monte Tabor, en paralelo con el monte Sinaí, del Antiguo Testamento. Ahora bien, los lugares altos son concebidos por la mentalidad bíblica como cercanía de Dios. Si el cielo está arriba, el sheol abajo y la tierra en medio, entre más arriba, más cerca de Dios. Una concepción cosmológica que puede resultar obvia a la observación directa, pero que resulta extraña a una concepción científica del cosmos hoy.

La presencia de Moisés y de Elías. Son dos personajes de gran significación en el Antiguo Testamento. Simbolizan la Ley y los profetas. En ellos está contenida la revelación de Dios al pueblo de Israel. En la Ley estaba contenida la voluntad de Dios para un israelita, y los profetas eran la palabra de Dios inspirada. Ellos hablaban en nombre de Dios o por inspiración de Dios («Así dice el Señor», «oráculo del Señor»).

La nube. Es signo de la presencia de Dios. Así aparece en la salida de Egipto. Se habla de una columna de nube que facilitó la huida del grupo de Moisés. Dios habla desde la nube. Es un signo muy utilizado por los autores bíblicos para ocultar y, de alguna manera, representar la presencia del Dios totalmente Otro.

Las tres chozas. Mientras el pueblo se trasladaba a través del desierto, el lugar de encuentro era una tienda de campaña. Las tres chozas simbolizan el deseo del ser humano por detener el tiempo en aquellos momentos en los que nos sentimos bien, felices. Sin embargo, «detener el tiempo» es una empresa imposible; sólo nos está permitido disfrutar por unos instantes de aquellos momentos de solaz y alegría que la vida nos depara. Nada más.

La voz venida del cielo. A Dios no se lo puede ver. Solamente es posible escuchar su voz. ¿Es una metáfora? Seguramente. Ahora bien, lo que la voz divina dice sobre Jesús es lo que nos permite afirmar que el relato de la transfiguración es una «cristofanía». Pareciera que el mensaje central que se quiere transmitir tiene que ver con la revelación de la identidad del personaje en cuestión.

El miedo de los discípulos. El Dios del Antiguo Testamento generaba miedo en las personas que sentían cercana su presencia. Algo similar les sucede a los discípulos. Decían algunos estudiosos de las religiones (Rudolf Otto, Mircea Eliade, por ejemplo) que Dios es un misterio tremendum et fascinans; es decir, que atemoriza, que da miedo, pero que –al mismo tiempo– atrae, cautiva. Con esa doble sensación tendrá que acercarse el ser humano que busca experimentar a Dios en su vida.

La confianza que Jesús les inspira. El Señor Jesús, por el contrario, les inspira confianza. Ante su presencia, el miedo desaparece. Su misma palabra los invita a levantarse y a no temer. Verlo a él, ya en su estado habitual, les devuelve la tranquilidad perdida. Con él, cerca de nosotros, nada podemos temer. No faltarán los problemas ni las tormentas en nuestra vida, pero con él a nuestro lado, todos los miedos tienen que retroceder.  

La orden, encargo o decisión de no contar nada a nadie hasta nueva orden. Llama la atención el encargo que el Señor Jesús les hace a sus discípulos: ¡Silencio! Hasta que él resucite de entre los muertos. Ése es el límite del silencio. Una orden que los discípulos trataron de cumplir. Una orden relacionada con el llamado «secreto mesiánico», ya presente en el evangelio de Marcos (9,9).   

Aplicación pastoral

Teniendo en cuenta el prefacio propio de la fiesta, podemos entresacar dos mensajes: 1) la transfiguración del Señor Jesús buscaba «librar del escándalo de la cruz los corazones de los discípulos» y, 2) «para manifestar que en todo el cuerpo de la Iglesia ha de cumplirse lo que ya resplandeció maravillosamente en su Cabeza». Nosotros agregamos un tercer elemento: para confirmar, a través de la voz misma del Padre Dios, la identidad real de Jesús de Nazaret. Digamos algo sobre cada uno de estos posibles mensajes:

Para librar del escándalo de la cruz los corazones de los discípulos. En los evangelios sinópticos, el relato de la transfiguración del Señor Jesús aparece después del primer anuncio de la pasión. Ese detalle es el que nos lleva a pensar que el texto tiene como finalidad fortalecer la fe de los discípulos antes de la pasión y muerte violenta del Maestro. Ahora bien, si ese era el objetivo del relato, no se cumplió. Cuando el Señor Jesús fue arrestado en el huerto, «Todos los discípulos lo abandonaron y huyeron», afirma el mismo evangelista (Mt 26,56). Solamente la experiencia del Resucitado los volverá a congregar nuevamente y los hará retornar a Jerusalén para iniciar la proclamación del evangelio del Reino.   

Para manifestar que en todo el cuerpo de la Iglesia ha de cumplirse lo que ya resplandeció maravillosamente en su Cabeza. Es la segunda interpretación que encontramos en el Prefacio de esta fiesta litúrgica. En el cuerpo del Señor Jesús se ha manifestado lo que sucederá después en la Iglesia. Ella es el cuerpo visible del Maestro. Ella lo hace presente en la historia humana. Pues, bien: ese cuerpo visible está llamado, en cada uno de sus miembros, a vivir una experiencia similar desde ahora. Nuestra propia conversión, nuestro testimonio, es también un anticipo de lo que viviremos en la eternidad.

Ahora bien, el relato que escuchamos nos ofrece algunos medios para vivir en nosotros esa experiencia y ese proceso de transformación interior. El simbolismo de la montaña nos remite a la oración, a la contemplación. Dejar que Dios sea Dios en nuestra vida; permitirle que trabaje nuestro barro (Jr 18,2-6), es una de las facetas de la oración. La voz venida desde la nube nos invita a escuchar la voz del Hijo, acogerla en el corazón y ponerla por obra en nuestra vida. Todo un proyecto de vida. Agreguemos a eso, otros elementos que nos proporciona la ascética. El ayuno, la penitencia o la abnegación, por ejemplo. Estos elementos, y otros que podemos agregar de nuestra propia experiencia espiritual, nos ayudarán en la metanoia que concluirá en la eternidad al lado del transfigurado Jesús, de los santos y bienaventurados.       

Para revelar la real identidad de Jesús de Nazaret. A lo largo del evangelio mateano, varias son las personas que se interesan por conocer la identidad real del Profeta de Nazaret: los sabios venidos de Oriente, Herodes el Grande, el demonio, Juan Bautista… Cada uno da su versión. Hasta la respuesta de Pedro, asumida después por el magisterio eclesiástico en el concilio de Calcedonia (451 d.C.), parece insuficiente. Es el mismo Padre de Jesús quien tiene que confirmar: «Éste es mi Hijo amado [ἀγαπητός], mi predilecto» (17,5). Él es el «Hijo amado» porque es obediente a la voz del Padre; hacer la voluntad del que lo envió, es –según san Juan– «su alimento» (4,34). Lo que un padre espera de un hijo es obediencia; todo lo demás es secundario. Tantos cristianos que quieren agradar a Dios y ganarse su beneplácito con rezos, penitencias, promesas…; y se nos olvida que basta con una sola: poner por obra su voluntad.

Conclusión

Al final de todo lo que hemos dicho y reflexionado, nos queda como trasfondo el relato de la transfiguración; es decir, la transformación del Señor Jesús en el monte santo, ante la mirada atónita de tres de sus discípulos, con la presencia de Moisés, Elías como representantes de la revelación antigua, y con la voz venida del cielo que afirma que Jesús es el Hijo amado del Padre, el agapetós, al que hay que escuchar. Él es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14). Con Él ha llegado a su máxima expresión, a su plenitud, la revelación de Dios en la historia humana (DV 4).

Ahora bien, la Iglesia como cuerpo visible del Señor resucitado, y cada uno de nosotros en particular, estamos llamados a vivir en la historia humana, nuestro propio proceso de transfiguración. Es una transfiguración imperfecta, provisional; pues la definitiva la viviremos junto a Dios, en la eternidad. Esa transfiguración in fieri será posible escuchando su Palabra, meditándola en nuestro interior y poniéndola por obra en nuestra vida cotidiana (Lc 8,21).

No está de más, tampoco, el acudir a otras mediaciones que nos ofrece la vida cristiana. La oración, por ejemplo, está en esa lista. Ella es el medio preciso y eficaz para abrir espacio en nuestro interior a la acción de Dios (Jr 18,2-6). Esa docilidad hará que Dios haga de nosotros un instrumento de salvación. No olvidemos tampoco los apoyos que nos ofrece la ascética cristiana: el ayuno, la penitencia, la abnegación. A través de esos medios, le trabajaremos al árbol de nuestra vida para que produzca buenos frutos (Mt 7,17). Que nuestra Madre del cielo nos acompañe en ese propósito. Amén.