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Por: P. José Silvio Botero Giraldo, C.Ss.R.

Una revista italiana -Noi genitori e figli- (nosotros papás e hijos) publicaba hace algunos años un artículo titulado “Regresa a casa, papá”. Este título hace pensar en ‘el eclipse de la figura del padre’ de la que nuestros lectores tuvieron ya una breve presentación anteriormente. “Regresa a casa, papá” es una invitación a recuperar la auténtica imagen de padre en una familia. El autor del artículo mencionado alude a cuatro tipos de papá que podemos encontrar en nuestro ambiente social.

El ‘papá-sombra’: podemos designar así al padre de quien se dice que es ‘tinieblas en casa y luz en la calle’; es el papá que no tiene tiempo jamás para pensar en la familia; siempre está trabajando o finge hacerlo; en labios de él siempre se encuentra la consabida frase “no tengo tiempo” y atribuye a la madre la culpa de cuanto de malo sucede dentro del hogar.

El ‘papá-amigote’: es el padre que teme comportarse como papá y prefiere ser amigo del hijo: no manda en casa porque teme perder la simpatía del hijo por él; para no perder la amistad con el hijo, le pone en bandeja todo cuanto puede darle; este tipo de papá olvida que la relación entre padre-hijo es ‘asimétrica’, no debe ponerse al mismo nivel del hijo.

El ‘papá-duplicador’: es el padre que pretende ‘clonar ‘al hijo; quiere que su hijo siga la forma que el padre le propone, que actúe como él, que ‘clona’ toda la vida del niño; por ejemplo, imponerle la misma profesión del padre. A este propósito, vale la pena recordar la sentencia de R. Emerson: “no intentes hacer del hijo otro totalmente semejante a tí; Tú lo sabes, y Dios también, que personas como tú, basta con una”.

El ‘papá-excelencia’: es aquel que tiene el ‘complejo del Padre eterno’; lo que él dice eso es lo justo, siempre tiene la razón, su autoridad es imbatible, no pide excusas, no admite que se equivoca. ¿Quién puede vivir con un tal padre? Incluso, la esposa que ha desposado un ‘santo’, acaba por convertirse en una mártir.

Realmente, no es fácil ser un papá en la justa medida; Dostoievski decía: “padre no es el que te engendra; padre no es el que te alimenta; padre es el que te ama”. ¿Pero qué es amar de verdad? Amar es querer todo el bien para la persona amada. El Evangelio de Jesús de Nazareth nos exhorta a “querer para el prójimo todo el bien que yo espero de ellos para mí” (Mt. 7,12). Prójimo es el que está más cerca de ti: la esposa, los hijos. H. U. Von Balthasar afirmaba que el bien, como la verdad, es una sinfonía; el bien no es algo parcial (lo útil, lo placentero, lo racional, lo artístico, lo económico, lo social, etc.); el bien es la totalidad de todas las formas parciales de bien.

Esto significa que la imagen del padre auténtico debe reflejar en el trato con su hijo toda una gama de valores humanos, cosa que en nuestro tiempo no se verifica porque los padres de familia se limitan “a dejar hacer…”, “dan todo a cambio de nada”; conciben el bien en forma parcializada. Esto no es amar de verdad. Hoy estamos contraponiendo la afectividad a la racionalidad; la racionalidad deja de ser señora y se convierte en esclava de la afectividad.

Hoy parece que los padres de familia han renunciado a educar a los hijos; son negligentes en esta tarea que es prioritaria de los padres. Educar es servir, es ponerse a disposición de los hijos, es ayudarlos con la palabra cariñosa y, sobre todo, con el ejemplo, para que ellos aprendan a usar su propia libertad con responsabilidad y consigan los valores y principios necesarios para enfrentar esta vida con la vista puesta en la meta final que se han propuesto alcanzar. Lo primero que han de hacer los padres negligentes es analizar su propia conducta y caer en la cuenta de los perjuicios que pueden acarrear a los hijos al descuidar la tarea educativa.