Por: P. Alfonso V. Amarante, C.Ss.R. (presidente de la Academia Alfonsiana, Roma)
Dado que se entendía que la pandemia Covid-19 nos acompañaría durante un largo tramo de nuestra existencia, a menudo escuchamos: “Esperamos que todo vuelva como antes, tan pronto como sea posible”. ¿Qué quieres decir con que todos volverán como solían ser?
La pandemia nos empuja a la nostalgia por un mundo que actualmente está entre paréntesis. ¿Pero qué mundo nos fuimos? ¿La nuestra es nostalgia por una vida o es sólo ceguera hacia lo nuevo? Personalmente creo que la pandemia es la mayor oportunidad que podríamos vivir como comunidad de creyentes.
La actual crisis sanitaria ha bloqueado el reloj de la historia al pedirnos que revisemos nuestra lógica. Es innegable que, para muchos, hasta hace un año, las opciones económicas y, tal vez, las relacionales, se guiaron por la lógica dictada por las oportunidades, donde Dios y el otro eran funcionales a sus propias necesidades. Esta dolorosa experiencia ha puesto en crisis el modelo de vida que nos hemos construido porque se refiere a la esencialidad relacional y a las necesidades primarias. Puede que casi parezca que no hay nuevas posibilidades por delante, sólo límites. Esto conduce a una nueva cuestión de significado que se convierte casi en una oración secular: “Oh Dios, volvamos a la normalidad”. Pero, ¿qué normalidad invocamos? La pandemia ha dejado al descubierto nuestra forma de vida.
Frente al desconcierto, es tentador esconderse detrás de una oración dirigida a un demiurgo no especificado: volvamos a la normalidad. Una oración que sabe a ateísmo religioso. Esta nueva forma de ateísmo, acompañada de la petición de devolver el reloj de la historia, también es compartida por muchos creyentes. Esta oración mira al mundo como un paraíso perdido, al jardín del Edén que ya no está allí. Muchas decisiones tomadas en este tiempo niegan la esperanza del futuro porque una vez más rechazan la cara del otro. El ateísmo religioso tiene su propia liturgia y oración donde no hay lugar para los demás, sino sólo para el propio bien: “Volvamos a la normalidad”. Es un verdadero ateísmo práctico porque el horizonte es el yo y no nosotros.
Sin embargo, antes de Covid-19 el verdadero creyente está peor que el ateo porque el Dios de la vida pide enfrentar con “fe” el límite, el miedo, la enfermedad y la muerte. Pide abrirse con confianza al otro.
En este contexto, como comunidad de creyentes, comprometidos con la construcción de una sociedad basada en la fraternidad (Cfr. Fratelli Tutti, n. 285), estamos llamados a ir al corazón de la oración, que es la búsqueda del bien común que se traduce en bien supremo. Orar es un acto complejo y radical porque revela toda nuestra vulnerabilidad. Orar es pensar en el significado de la vida. Es dar gracias al dios bueno que nos dio la oportunidad de vivir aquí y ahora, y luego venir a la vida eterna. La misma etimología de la palabra “oración”, “orare” tiene su raíz en“os, oris”con la que el latín indica la boca. La boca como órgano sirve no sólo para comer y hablar, sino también para respirar.
Por lo tanto, la oración es el aliento del alma, que reconoce su límite criatura e invoca el aire de trascendencia. Alfonso de Liguori escribió con nostalgia que “el tiempo vale lo que Dios vale”. La verdadera oración es súplica, canto, alabanza, contemplación, susurro de amor, gritos y vueltas en el tiempo para la eternidad en Dios al servicio de nuestros hermanos y hermanas. La oración del cristiano nunca puede ser cerrada, no pide volver, sino que invoca el valor de enfrentarse al novum, de una sociedad más justa (Cfr. Fratelli Tutti, 203 y 208), porque comparte y asume la responsabilidad del bien de toda la humanidad.


