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VII Domingo del Tiempo Ordinario

Comentario dominical

20 de febrero de 2022

Ciclo CLc. 6, 27 – 38

Por: P. Óscar Darley Báez Pinto, C.Ss.R.

La Palabra de Dios hoy nos hace tornar sobre un tema que no es fácil de tratar (ni siquiera para personas religiosas) y que toca, en momentos muy particulares, las fibras más profundas de nuestra humanidad: la renuncia a cualquier forma de venganza y agresión, por más justificada que parezca, y la imposición a nuestra conciencia de un mandamiento primordial del cristiano: amar a los enemigos, orar por los que nos persiguen y hacer el bien sin esperar nada a cambio.

En palabras sencillas, no es lícito acabar con la vida de un agresor intencionalmente. Esta vía produce no sólo más violencia, sino que viola otro principio: La vida es propiedad de Dios y la justicia final compete solo a él. Esto se deduce de las palabras de Caín al Señor, después que se le pidieran cuentas por la sangre de su hermano Abel y se le impusieran un castigo: “Yo no puedo soportar un castigo tan grande… y cualquiera que me encuentre me matará”, a lo que el Señor contestó: “Si alguien te mata, será castigado siete veces. Y le puso una señal a Caín, para que el que lo encontrara no lo matara” (Gn 4, 13-15). Para los estudiosos la señal de Caín es su dignidad de hijo de Dios, que no se pierde, ni aun cometiendo un homicidio.

Este mandato aparece luminoso en las conciencias de muchas personas que, prefieren padecer la violencia antes que causarla, por temor a ofender a Dios. Es el caso del rey David quien renuncia a cobrar la vida de Saúl su perseguidor, aun cuando sus compañeros le insistan con argumentos convincentes, como que ha sido Dios quien lo puso en sus manos, dormido en el campamento, para que lo mate. Lo mismo ocurrió cuando lo encontró solo en una cueva, haciendo sus necesidades. Podía haberlo matado, pero temía atentar contra la vida del ungido del Señor, sabiendo que un día debía entregar cuentas al Juez Supremo. En ambos casos David resultó inocente, confiando en el Señor, que paga a cada uno según su justicia y fidelidad.

En la práctica este mandamiento resulta difícil de digerir, sobre todo si nos encontramos en situaciones límite, en las que, por defender la propia vida, podemos terminar cobrando la de otro ser humano, bien porque no se puede calcular la fuerza de reacción en un instante, bien porque actuamos movidos por el miedo, el dolor o la ira. Pienso en casos comunes hoy, como los que abortan a sus hijos por miedo o ignorancia, o los que en legítima defensa terminan acabando con la vida sus victimarios.

La verdad es que mientras estemos vivos, todos podemos encontrarnos en una situación parecida, incluso accidentalmente, resultándonos imposible evitar la muerte de alguien. ¿Qué podemos hacer? Mientras podamos evitar llegar a estos extremos la ley que nos rige es la de preservar la vida a toda costa, pero si nos encontramos en un escenario distinto, estas palabras de Jesús nos resultan iluminadoras: “No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen y serán perdonado; den, y se les dará…”.

Es cierto, solo Dios conoce a profundidad lo que hay en cada corazón, cuál es la culpabilidad o inocencia de nuestras acciones y por qué hicimos algo. Sea cual sea el escenario en que nos hallemos, lo cierto es que necesitamos permanentemente de la misericordia de Dios para perdonarnos y para vencer el pecado: el Señor es compasivo y misericordioso con todos y no nos trata como merecen nuestros pecados, sino que nos colma de gracia y de ternura (sal 102). También en situaciones límite hay gente que nos ha enseñado grandes lecciones de amor, como D. Bonhoeffer quien desde una cárcel nazi decía: “Reconocer la cruz de Jesucristo como el invencible amor de Dios por todos los hombres, hacia nosotros y hacia nuestros enemigos es la más grande sabiduría”.

Cuando una persona nos ha herido profundamente o se ha burlado de lo más sagrado que tenemos, podemos reaccionar básicamente de dos formas: con venganza o con perdón, con muerte o con vida, con odio o con amor. El teólogo Jean Vanier nos dice que un primer paso a dar, es renunciar a la venganza, orar para que el enemigo se dé cuenta del mal causado, preparar el corazón para perdonarlo y pedir a Dios esa gracia tan especial. La experiencia nos dice que las personas que han optado por la violencia, luego de mucho sufrir y de hacer sufrir a otros, reconocen que el perdón es el camino de la sanación verdadera y la oración la forma de llegar a él, abriéndonos a la realidad de los hijos de Dios y venciendo el hombre viejo.

En suma, solo él puede hacer que estas palabras tan puntiagudas se hagan realidad. Ojalá nunca nos encontremos en escenarios extremos, pero aconsejo que nos preparémonos de esta forma:

  • Si alguien se equivoca, antes de condenarlo, elevemos una oración por él a Dios pidiendo que tenga misericordia de él y del mundo entero.
  • No prestemos demasiada atención a las naderías que a veces nos hacen pelear sin razón.
  • Centrémonos en las cosas más esenciales y sobre ellas seamos más exigentes.
  • Al hacer una corrección recordemos: si vamos a decir la verdad que sea con caridad.
  • Recordemos que Dios no pide imposibles, pero tampoco se conforma con el mínimo.

Nadie se sienta exento de la obligación de amar a aquellos que le resultan incómodos, de hacerles el bien y de orar por los que hacen daño a la sociedad y al bien común. No nos sintamos unos santos, ni despreciemos a los que no lo son, al contrario, imitemos a Aquel que nos amó primero y se entregó por nosotros, y con gestos de caridad y humildad empecemos a servir a todos. Acostumbrémonos a decir: Señor, dame lo que me pides y pídeme