Comentario dominical – Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
05 de noviembre de 2023
Ciclo A: Mt 23,1-12
Por: P. Pedro Pablo Zamora Andrade, C.Ss.R.
Introducción[1]
Jesús desenmascaró siempre la mentira que encontró en su camino, pero nunca lo hizo con más violencia que cuando se enfrentó con los dirigentes de la sociedad. No soportaba la actuación de aquellos que «han sentado cátedra» en medio del pueblo para exigir a los demás lo que ellos mismos no viven. Jesús condenó su descarada incoherencia: «Dicen y no hacen». Había un abismo entre lo que enseñaban y lo que practicaban, entre lo que pretendían de los demás y lo que se exigían a sí mismos.
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad. El pueblo sigue escuchando a dirigentes que «no hacen lo que dicen». Pero no hemos de olvidar que la invectiva de Jesús se dirige de manera directa a los dirigentes religiosos. Porque también en la Iglesia hay quienes viven obsesionados por aplicar a otros la ley con rigorismo, sin preocuparse de vivir la radicalidad del seguimiento de Jesús.
Nuestra sociedad no necesita predicadores de palabras hermosas, sino dirigentes que, con su propia conducta, impulsen una transformación social. Nuestra Iglesia no necesita tantos moralistas minuciosos y teólogos ortodoxos, sino creyentes verdaderos que con su vida irradien un aire más evangélico. Necesitamos «maestros de vida»; creyentes de existencia convincente.
El evangelio de Mateo de este domingo también nos ha transmitido unas palabras de carácter fuertemente antijerárquico, donde Jesús pide a sus seguidores que se resistan a la tentación de convertir su movimiento en un grupo dirigido por maestros sabios, por padres autoritarios o por dirigentes que se creen superiores a los demás.
“Ustedes no se dejen llamar «maestro», porque uno solo es su maestro, y todos ustedes son hermanos”. En la comunidad de Jesús nadie es propietario de la enseñanza. “Y no llamen «padre» de ustedes a nadie en la tierra, porque uno solo es su Padre, el del cielo». En el movimiento de Jesús no hay «padres». Solo el del cielo. Nadie ha de ocupar su lugar. Nadie se ha de imponer desde arriba sobre los demás. Cualquier título que introduzca superioridad sobre los otros va contra la fraternidad.
Comentario
Además de la reflexión de José Antonio Pagola, quisiera detenerme en dos asuntos ya mencionados por este autor, pero sobre los cuales quisiera volver para darles un breve tratamiento. El primero tiene que ver sobre la coherencia de vida; el segundo está relacionado con el peligro de trasladar a la Iglesia los peligros que hay en la sociedad, sobre todo la desigualdad en lo relacionado con el saber, con el machismo y con el poder. Digamos algo sobre cada uno de ellos.
–La coherencia de vida y la autoridad moral. La crítica del Señor Jesús va contra los que se han sentado en la cátedra de Moisés: letrados y fariseos. Es decir, contra los jefes religiosos del pueblo de Israel. La dificultad no está en su función o ministerio, ni siquiera en lo que dicen. Es probable que digan cosas muy hermosas y sabias. Por eso, el Maestro de Nazaret les aconseja: «Hagan y cumplan lo que ellos digan». La crítica es por la falta de relación entre lo que dicen y lo que hacen: «Porque dicen y no hacen».
La falta de coherencia entre lo que decimos y hacemos, entre lo que prometemos y cumplimos, entre nuestros ideales y nuestras realizaciones, es lo que hay que analizar en este domingo. La incoherencia de los líderes religiosos judíos es un mal de ayer y de hoy; es un mal de padres de familia, de educadores, de políticos, de hombres de Iglesia, etc. «El cura predica, pero no aplica», dice un adagio popular.
Hay una especie de foso profundo entre el pensar y el hacer, entre la idea y la concreción de la idea, entre el voto y su cumplimiento, etc. Los moralistas dicen que esa es una de las consecuencias del pecado original en el ser humano.
Somos discípulos de un Maestro que brilla por su coherencia de vida. Jamás sus enemigos pudieron tildarlo de incoherente. Es más, le alaban su sinceridad y su imparcialidad (Mt 22,16). La coherencia de vida nos hace creíbles, confiables, nos da autoridad moral para enseñar, para corregir. Entre más ajustemos nuestra vida a lo que pensamos, a lo que decimos, a lo que prometemos, mejores seres humanos y mejores cristianos seremos. Gandhi afirmaba que la felicidad consistía en poner en sintonía lo que pensamos, lo que sentimos, lo que decimos y lo que hacemos.
–El peligro de trasladar a la Iglesia los vicios o defectos de la sociedad civil. Que en la sociedad civil hay vicios, defectos o pecados, no es ningún descubrimiento. Vivimos en una sociedad que es injusta, violenta, machista, corrupta, racista, xenófoba, etc. Y es así porque nosotros mismos hemos propiciado o hemos permitido que así sea. Aquí no valen excusas. Todos somos responsables: por acción o por omisión.
Ya el Señor Jesús había advertido a sus discípulos de la forma como gobernaban los que se creen «señores» o «dueños» de este mundo: oprimen, humillan, someten a sus subalternos. Y el mandato es claro: «No será así entre ustedes» (Mt 20,26). Sin embargo, pronto en las comunidades cristianas comenzaron a aparecer personajes que se creían maestros, padres o jefes de los demás. Y se volvieron a reproducir estructuras piramidales (clérigos, laicos) y comportamientos machistas (sólo el varón puede ser admitido para ministerios ordenados. Razón: Jesús era varón). Los clérigos se apropiaron de la enseñanza y de la autoridad. Ellos comenzaron a trazar los límites de la sana doctrina (ortodoxia) y a decidir sobre lo que estaba permitido y sobre lo que estaba prohibido.
No voy a entrar en detalles, pero es una pálida caricatura de la Iglesia que tenemos hoy. Los cambios no serán fáciles porque hay muchos opositores a los mismos. El mismo papa Francisco ha recibido muchas críticas y hasta ataques por sectores inflexibles al tratar de introducir pequeños cambios al interior de la Curia romana y de la Iglesia en general. No será fácil volver a la propuesta original del Maestro de Nazaret, pero tendremos que ir caminando hacia allá.
Conclusión
Poner en sintonía el mundo ideal y el mundo real (en lenguaje platónico) no es una tarea fácil. Ni siquiera en las personas que más consideramos «santas» se logra ese objetivo. Siempre quedan resquicios, zonas oscuras, imperfecciones…
El primer paso, pienso yo, es tomar conciencia del problema. Decía Carl Rogers: «La curiosa paradoja es que cuando me acepto tal cual soy, entonces comienzo a cambiar». Somos un proyecto, un feto antropológico, un campo en el que hay trigo y cizaña (Mt 13,24-30).
El segundo paso es aceptar que, apoyado en mis propias fuerzas, no lograré mayores progresos en este campo. Mi conversión, aquí y en cualquier campo de nuestra vida, será posible con la ayuda del Señor Jesús. Además de nuestra buena voluntad, es necesario tomarnos de su mano –como Pedro (Mt 14,30-31)– para no hundirnos en el lago de nuestras incoherencias, vicios, debilidades o pecados.
El segundo asunto del que hemos tratado hoy, apoyados en el evangelio dominical, implica una tarea más amplia a nivel eclesial. Afirmar que la Iglesia católica es una institución distinta a las que hay en el mundo, es respetable; pero hay que confirmarlo positivamente en el día a día. Esa distinción no puede ser en negativo: que en ella no se cumpla, por ejemplo, ni con lo mínimamente exigido por la sociedad civil.
Todos los comportamientos a nivel intraeclesial que impliquen ideas machistas, autoritarias, dogmáticas, clericales o excluyentes, deben ser sometidas a revisión y a un cambio profundo. Sólo así seremos «un signo levantado en medio de las naciones» (Is 11,12) o una luz en medio de la oscuridad (Mt 5,14-16).
Que la Madre del Redentor nos acompañe en ese propósito. Amén.
[1] Cf. José Antonio PAGOLA, El camino abierto por Jesús. Mateo, (Madrid: PPC, 2010), 253-255.